Aventura sólo para pocos
Es un
desafío que se me presentó imprevistamente este último jueves cuando me
invitaron a acompañar a un pequeño grupo de aventureros que una o dos veces al
año se congregan para ascender hasta un yacimiento minero abandonado en la
región cuyana. Allí se llega muy difícilmente. No hay caminos y apenas huellas
o sendas con piedras que únicamente pueden superar vehículos preparados especialmente.
Se sobrepasan las nubes y sierras
empinadas de unos dos mil metros como promedio hasta llegar a las
construcciones y socavones en parte recuperados, donde es posible comer y
alojarse precariamente.
La región
honra a su nombre: Cerro Aspero. Es muy difícil llegar a pie para montañistas o
en vehículos todo terreno, ni hablar de auxilios mecánicos o sanitarios. Las
provisiones a ese rústico alojamiento de un viejo emprendimiento minero se la
alcanzan esporádicamente baqueanos del lugar. Se encuentra en una región
semidesértica de Traslasierra, donde Córdoba se junta con el Norte de San Luis,
a la altura de los límites de Mendoza y San Juan.
Las instalaciones de extracción de wolframio
o tungsteno de Pueblo Escondido (descubierto aquí en 1894) se comenzaron a construir
superando la difícil geografía a principios del siglo pasado. Se encuentran sobre una quebradita en la confluencia de tres arroyos serranos
cuyas aguas servían para el lavado de
los minerales, que se extraían entonces muy rudimentariamente..
Aún
existen aledaños al sector para alojamiento algunos edificios y piezas de maquinaria para la molienda, una usina, viviendas para mineros y parte de
un cablecarril de trescientos metros de longitud construido para superar los tramos inconvenientes para vehículos de carga.
El wolframio o tungsteno es un mineral
estratégico que cobró mucho valor con el desarrollo de la industrialización en
el mundo (al principio sólo para
filamentos de lámparas), ya que resulta importante para mejorar los rendimientos del acero en mecanismos y
motores.
Rita Hayworth y el tungsteno argentino
Muchos argentinos ignoran que una de las
estrellas máximas del cine de Hollywood en los años 40, Rita Hayworth, cobró
especial fama (gracias a una fuerte cachetada
que le aplicó otro astro de la época, Glenn Ford), en una película llamada
“Gilda” y cuya trama tiene fundamento en
el tungsteno, ubicando a sus
protagonistas en una exótica Buenos
Aires, con palmeras y un casino. El
tercer protagonista era un turbio empresario, esposo de Gilda, que negociaba
(en 1946) la venta de tungsteno o
wolframio argentino a unos poderosos “cárteles” internacionales. .
Una propuesta, un desafío
. Este último jueves 8 (de mayo) por la noche
me telefoneó Aníbal Carrubba, amigo de
mi hijo Pablo y joven odontólogo, cuya
familia fue vecina de la mía en Haedo. Recordando una invitación anterior me propuso acompañarlo en pocas horas
a visitar un yacimiento minero abandonado en el corazón de las sierras de
Comechingones, entre Córdoba y San Luis. A cualquier invitación para participar
en aventuras yo primero digo que “sí” y luego trato de resolver los detalles.
Así acordamos que en ocho horas saldríamos
en su camioneta Cherokee (de suspensión levantada 15 centímetros con tortas,
con autoblocantes y palieres de Ranger), junto con su hermano y otro amigo,
Héctor. Tendríamos que llegar antes del fin de la tarde a un punto de reunión en el pueblito de La
Cruz, al Sur del conjunto de embalses de Río Tercero, para no tener que
afrontar al anochecer los tramos más difíciles de nuestro itinerario.
Por supuesto, llegamos a ese sitio con
bastante demora y así nos perdimos un asado que habían organizado el resto de
los participantes ya en zona serrana. Tras
rodear las zonas turísticas del Embalse Río Tercero, los caminos serranos
alcanzaron el poblado de La Cruz. Aquí nos encontramos con Luis Pérez, que
sería nuestro guía y es un veterano caminador de estas rutas.
Este mapa indica la remota situación de Pueblo Escondido. |
El escenario: tres mil curvas, dos mil golpes
La ruta pavimentada desaparece y comienza
el itinerario que en los mapas oficiales indican como “sólo apto para vehículos
4 x 4”. En tanto avanzamos, el ascenso
se denota por un dolor suave de cabeza,
y la necesidad de tragar saliva para aliviar los oídos.
El acceso final al yacimiento minero es casi
inadvertido, pero pronto descubre todos los paisajes serranos posibles, todos
los materiales geológicos. El precio es una serie interminable de baches y relieves que hacen zafar y caer una
y otra vez, mientras entre el polvo las luces rojas y amarillas señalan cuando frena el jeep que sirve como guía. Tantas curvas cerradísimas seguramente asustarán al automovilista urbano. Pero no habrá problemas por la imposibilidad
de cruzarnos con otro auto. Aquí hay apenas una huella que alterna piedras de la altura del pié hasta la rodilla
o escalones casi tan altos como la rueda
del vehículo, que de pronto se hunden en
pozos similares en desnivel.
Aníbal
al volante, a cada pocos segundos debe volantear y meter o sacar la palanca de
cambios en varias de las que posee su jeep Cherokee especial. Instantáneamente debe
decidir si “pisará” o “bordeará” enormes
piedras, que podrían detener o aún romper el vehículo. Parece increíble pero resultan interminables
las fracciones de segundo durante las cuales las tenaces ruedas trepan, levantan al rodado y vuelven a caer (y uno
piensa que sí, ahí se acabó todo, y que quedaremos clavados para siempre en ese
remoto lugar), hasta doblar o volver a enfrentar otra gran piedra, un alto
escalón, o hundirnos en una profunda cárcava. Seguimos avanzando dificultosamente, flanqueados a veces por amarillas matas de pajas bravas, cortaderas,
espadañas, o árboles chicos, retorcidos y con espinas. Al final, yo calcularé
que en estos catorce terribles kilómetros habremos cumplido unas tres mil
curvas y recibido dos mil golpes, algunos muy fuertes que nos hacen prevenir
nuestras cabezas a cada segundo.
Hilitos
de agua de manantiales mojan el camino, igual que las nubes que a veces bajan y
difuminan todo. Aparecen esporádicamente pinares verdinegros, mientras siguen los
saltos y sacudidas que muchas veces llegan al borde del vuelco. Yo, viajando en el asiento delantero, a cada
momento veo enfrente piedras grandes o desniveles, imposibles de superar por cualquier vehículo
normal. Estos conductores denominan a los puntos más peligrosos como “escalones”, “el
planchón”, “la pampita”, “la tranquera”, “el mal paso” (todos), y ellos pueden
llegar a colgar, clavar a la “cuatrera” (por 4 x 4), en tanto que la senda se
estrecha hasta desaparecer o esfumarse en estrechísimas huellas en “V” o en “U”, donde el terreno
áspero roza los protectores laterales (“rocksliders) o llega a golpear las
partes frontales o traseras de la carrocería.
Anochece y ahora todo es más difícil.
Finalmente, la prueba final es el vadeo del arroyo en cuya quebrada se ha instalado el campamento
minero Pueblo Escondido. Colmo no hay energía eléctrica, unas débiles luces
indican la ansiada meta, donde aguardan los compañeros que nos antecedieron y
la promesa de una cena con dormida en tibias cuchetas.
Los vehículos
. Toyotas, yipones, yipecitos, Cheroquís, o rodados tan exóticos como un Mahindra (indio) o un
ruso UAZ que pesa 2.500 kilos, se han
dado cita acá en esta fría y lluviosa noche. Modificados con cabinas cerradas o con jaulas
de seguridad antivuelco, cada uno ha sido rediseñado a gusto y según la
experiencia de cada dueño.
Ante las emergencias mecánicas su ingenio
los hace recurrir a trucos de campaña: si se descalza una cubierta (cuando se la desinfla mucho para que tenga
más agarre en terrenos blandos): se
rocía en ese punto con nafta o con cualquier aerosol y se le enciende un
fósforo para que explote y entonces el vacío consecuente vuelve a colocar la
cubierta dentro de la llanta. Otro recurso hasta puede ser el soldar a
eléctrica con electrodos conectando las baterías en serie de tres vehículos.
La gente
Nuestro guía, Luis Pérez, veterano del
lugar, vive en La Cruz y es consultado por todos. En la mesa las charlas
solamente versan sobre vehículos, motores, neumáticos, modificaciones de suspensión y cajas de
transmisión. Aquel que no conozca se
queda afuera de la conversación. Mi
pregunta es: ¿por qué un grupo de animosos clase media (que podrían gozar su
tiempo en placeres más calmados) se
lanzan a protagonizar una incómoda aventura con altos riesgos para ellos y para
sus costosos rodados?
Esto seguramente lo ignorará quién no
tenga su misma afición. Pero ellos coinciden
en algo, sin decirlo. Es el disfrute del
placer de llegar con sus vehículos personalizados hasta sitios inalcanzables para el resto de
los automovilistas. Sin embargo, esta gente tan particular es muy solidaria, y todos son capaces de subir o bajar cientos de metros por
empinadas laderas pedregosas, tropezando y jadeando por el barro o las piedras
mojadas para ayudar a alguno que se haya quedado debido a una falla o por un
impedimento de la huella. Para ello se
comunican entre sí por handys “¿Quién modula?” “No te copio” pese al crepitar por las interferencias o la
falta de señales debido a las serranías.
Los riesgos
¿Emergencias? De eso no se habla. “De acá salimos como podemos, y si podemos”,
me explica Aníbal. Es que tanta
exigencia pasa sus facturas. Acá no podrían llegar auxilios mecánicos ni ayudas
médicas. En una curva, una lápida improvisada con una corona de diferencial
recuerda la muerte de un visitante que sufrió un ataque cardíaco al zambullirse
en el agua helada del arroyo.
Para
prevenir accidentes, se recomiendan, por ejemplo: “Al cruzar
la difícil tranquera, pegarse bien, bien, a la izquierda con la cola y una
rueda”, es el consejo de los más veteranos. Bromeando, tratan de evitar temas
como accidentes ocurridos o sobre probables fallas del vehículo.
Quizá el premio sea llegar hasta este
oasis inalcanzable y saborear hermosísimos panoramas –inaccesibles paras el
gran turismo- entre los vistazos que permita tan rigurosa conducción. No es fácil alcanzar el paraíso.
“Y pensar que acá estamos a diez horas de
Haedo” (“Algo más, Aníbal”, le acota su
hermano Guille, en típica controversia
fraternal). Curioso, a mí me produjo luego más temor el regreso nocturno por
la oscura ruta 8, con bordes casi invisibles, y las salpicaduras de los
vehículos que venían de frente, encandilando
por la lluvia.