martes, 25 de marzo de 2014

HIPÓTESIS VÁLIDA (de Fernández Real) SOBRE OTRO MISTERIOSO ACCIDENTE COMO EL DE MALAYSIA

Una curiosa similitud
El 14 de agosto del 2005 un Boeing 737 sufrió un accidente que podría explicar –por varias similitudes importantes—lo que le ocurrió ahora al vuelo de Malaysia MH370. Aquel día un avión de Helios Airways que volaba de Chipre a Atenas de pronto interrumpió sus comunicaciones, sin que lograran conectarse con él los controles terrestres. Hasta hubo tiempo para enviar dos cazas F 16 de la Fuerza Aérea griega que lo alcanzaron y pudieron ver a una persona en su cabina que hacía señas indescifrables. El avión prosiguió su vuelo en forma lineal hasta que (por haberse quedado sin combustible) se precipitó a tierra cerca de Atenas, muriendo sus 115 pasajeros y seis tripulantes,
     Las investigaciones posteriores determinaron que una serie de extrañas coincidencias causaron el accidente. Los pilotos y los pasajeros se habían quedado desvanecidos (hipoxia somnolienta por falta de oxígeno) y el vuelo prosiguió conducido por el piloto automático hasta que cayó debido a la detención de sus motores. Los pilotos de los cazas informaron que pudieron acercarse al avión fantasma y advirtieron que los pasajeros estaban inertes aunque tenían sus máscaras de oxígeno colocadas y que el copiloto yacía inclinado sobre sus comandos, como si estuviera desvanecido. También informaron que poco después apareció otro hombre en la cabina (luego se verificó que era el comisario de a bordo), quien llegó a hacer algunos gestos a los aviones que veía volar a su costado

Causas del accidente
     Descartadas varias hipótesis de atentados terroristas (el avión provenía de una isla aún hoy conflictiva) se pudo reconstruir la serie de incidentes aparentemente inocentes que motivaron el desastre..  . (el texto que sigue es de Wikipedia):
     El accidente se debió a una cadena de incidentes y errores que culminó con una fatal interpretación del piloto, y otro accionar de un mecánico que hizo una reparación en tierra antes del vuelo. El problema había comenzado antes de este vuelo, cuando se produjo una descompresión repentina a causa de una puerta mal ajustada en la sección trasera, lo que entonces obligó a un aterrizaje de emergencia inmediato. Tras este incidente todo quedó solucionado al revisarse en tierra y comprobar que tras hacer una prueba en vacío buscando fugas se verificó que no había más problemas al haberse cerrado correctamente esa puerta. Pero un descuido de los mecánicos  dejaron al interruptor de presurización en modo manual (MAN). Este interruptor tiene una alarma luminosa y una alarma sonora; pero la alarma visual no fue percibida debido a que el sol invadía la cabina de vuelo, entonces cuando se activó la alarma sonora fue interpretada como errónea.
     A la hora de despegar, el capitán, al escuchar este sonido y ver que el modo de presurización estaba en manual, entendió que no era por una presurización efectiva. Ante esto, el piloto se contactó con el encargado de la torre de control pero éste no supo interpretar el error de la alarma. Y el avión prosiguió su ascenso normal. Sin embargo,  al ganar altura la despresurización hizo saltar nuevas alarmas y entonces las máscaras de oxígeno se desplegaron automáticamente. Los pasajeros y la tripulación pudieron respirar normalmente pero sólo por doce minutos, pues la provisión de oxígeno es limitada solamente a ese tiempo.
     En condiciones normales, los pilotos hubieran realizado un descenso de emergencia hasta una altura en la que el aire fuera respirable. Empero, al parecer los pilotos  se vieron afectados por la falta de oxígeno y no fueron capaces de reaccionar adecuadamente. El avión así siguió su ascenso y ahora la falta  de oxígeno en las máscaras dejó inconscientes a los pilotos y a los pasajeros, causando  minutos más tarde  daño cerebral en la mayoría de ellos. Se cree que uno de los pasajeros alcanzó a enviar un mensaje con el teléfono móvil queriendo indicar confusamente la crítica situación.
     Así, el avión se convirtió en una nave fantasma que volaba en automático.
     Durante todo el tiempo que el sistema de piloto automático controló el aparato. los controladores aéreos de Atenas trataron en vano y durante más de una hora el contactarse con el avión. Finalmente, el Gobierno griego, en previsión de un atentado terrorista, envió dos aviones militares F16 para verificar  qué estaba sucediendo.
     Los cazas pudieron ver que los pasajeros llevaban las mascarillas puestas y que el copiloto yacía sobre los mandos. También pudieron ver a una persona más en la cabina que sí se movía. Este era el auxiliar de a bordo que había mantenido la conciencia gracias a las garrafas de oxígeno de emergencia y (luego se supo ) además tenía entrenamiento como buzo militar, lo que pudo haberle ayudado a resistir más. También tenía conocimientos rudimentarios de aviación. Quizá trató de reanimar al copiloto y manejar el aparato, e incluso con las pocas fuerzas que le quedaban gesticuló pidiendo auxilio a los pilotos de los F-16 griegos. Sin embargo el combustible se acabó casi al mismo tiempo y el avión se estrelló en las montañas.
     Tras la investigación en el sitio del suceso, se halló el panel de presurización con el interruptor en posición MAN, lo que despertó sospechas,. Durante  las investigaciones se interrogó al mecánico de mantenimiento, se concluyó que el error de dejar configurado en panel de presurización en modo manual desató la cadena de incidentes. La tripulación no detectó el error al momento de iniciar el chek list de despegue, luego la alarma sonora fue interpretada como errónea y fue desactivada.
     Cuando cayeron las máscaras de oxigeno en la cabina, la tripulación de cabina interpretó el hecho como una falla de presurización y se realizó el protocolo de avión para descenso brusco, lo que no acaeció. Allí  los minutos de oxigenación se acabaron y los tripulantes y pasajeros pasaron a un cuadro de hipoxia somnolienta. Solamente el sobrecargo tal vez se dio cuenta que algo andaba muy mal y reaccionó buscando una de  las botellas de aire a presión lo que le concedió unos 30 minutos más de vida. Pero cuando pudo hacerse con los mandos, el avión ya estaba sin combustible y se desplomó.
     Es llamativo que , según los radares, el avión de Malaysia también sufrió una serie de altibajos repentinos en el rumbo previsto y en su altura —sin que se sepan las causas— antes de que se perdiera todo contacto con él.
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     En medio de tantas conjeturas que ahora, como antes, se han lanzado y se presentarán, creo que este hipótesis puede ser muy válida por las coincidencias en sus características.


Oscar Fernández Real

lunes, 24 de marzo de 2014

“UNA VEZ PUDE BUCEAR EN EL RIACHUELO” (en 1961)

Minutos inolvidables en un agua totalmente turbia
                           (Oscar Fernández Real relata su experiencia en 1961):
“Hice mi bautismo submarino en 1985 a 16 metros en el Golfo Nuevo, frente a Puerto Madryn, y luego pude bucear en las frígidas aguas del Canal de Beagle en 1987, pero quizá mi más insólito intento fue en 1961, en el Riachuelo, donde pocos deportistas lo han hecho”.

Entonces, en 1961, había en los talleres de la Isla Demarchi media docena de buzos italianos que habían trabajado en Trípoli y en el Mar Rojo recuperando buques hundidos durante la Segunda Guerra. Me explicaron que el principal  problema eran los explosivos que debían retirarse, anulando antes sus espoletas. Cada tanto, alguna inesperada explosión manchaba de tragedia a esos audaces trabajadores. Era como el salario del miedo, ya que por entonces, en esas ciudades y puertos en ruinas no había otros trabajos remunerados. Pero, al llegar los años 50 y disminuyendo cada vez más las tareas, esos intrépidos  operarios comenzaron a escuchar rumores que en la Argentina y en el Caribe se les abrían muchas posibilidades de trabajo, sin tantos riesgos. Por un barrio llamado la Boca, en Buenos Aires,  había muchas familias genovesas y varios talleres navales. Y así se vinieron, estableciéndose con sus familias o casándose con muchachas argentinas.

Con fotografías que por esos años comenzaba a tomar mi mujer, Zeugma, yo hice una nota para la revista “Mundo Argentino” que se llamó “Los topos del Riachuelo”, relatando cómo estos hombres trabajaban sin poder ver nada y detectando solamente con sus manos la posición de los cascos hundidos. Desplazándose sobre un barro muy blando iban tocando como ciegos las partes de los cascos, identificando portillas, barandas y todas las formas que lograban reconocer. Al salir, explicaban la probable posición de los grandes cascos con sus mástiles y las partes que estaban cubiertas por al fango.

Lo que más los impresionaba era cuando debían enterrarse en el barro bajo esas enormes moles para pasar cables que se alzarían del otro lado y permitieran enganchar el casco hundido. Para eso contaban con una especie de manguera de aire comprimido con tres picos. Dos servían de apoyo para que el tercer chorro de aire fuera abriendo un túnel poco más grande que sus cuerpos. Poco a poco iban enterrándose como lombrices y llevando detrás un cable guía, que permitiera rescatarlos si las cosas se complicaban. Esta tarea insumía varias horas de tensión y suspenso. El accidente que más preocupaba era el frecuente derrumbe de estos precarios túneles de barro o la caída de alguna parte del inestable barco hundido que les cerrara el camino o afectara las mangueras o cables de rescate. Por teléfono, entonces, debían requerir ayuda de otros compañeros, que los localizaban siguiendo el cable guía entre el espeso fluido de barro.
       



EXPERIENCIA DE OSCAR:
Aquella mañana, los veteranos buzos acompañaron como una broma mi pedido de sumergirme en el Riachuelo , metido dentro de uno de los antiguos trajes que ellos utilizaban en sus tareas. Quería sentir y ver con mis propios sentidos algo de lo que ellos percibían como peligrosa rutina. Buscaron uno de esos pesados implementos, acorde con mi talla, y lo extendieron sobre la cubierta del lanchón que les servía como base cuando debían lanzarse a alguna tarea de salvamento naval. Al sol, y en una fría mañana, me quedé en calzoncillos y solamente con una camisa, presto a vestir la “cabeza de coco” o escafandra.

Primero introduje mis piernas en los pantalones fríos, cerrados con las botas herméticas. Luego me colocaron en el torax la parte superior, tras deslizar las manos untadas con algo de aceite para pasarlas por el apretado cierre de las muñecas.  

Los pies me quedaron bailoteando dentro de las botas , que tenían pesas de plomo en los tobillos. El traje apenas flexible, empezó a soportar las hombreras, donde iba a sujetarse la pesada escafandra, que se alivianaría al sumergirme.

Ya vestido con mi traje de astronauta acuático, más parecida por su peso a una armadura medieval,  me acomodé sobre una pequeña plataforma, similar a una de esas hamacas de las plazas. Mi escafandra no tenía teléfono, porque no me iba a salir de la plataforma y todo duraría unos pocos minutos. No me hicieron escupir en el vidrio delantero para que no se empañara, porque igual no iba a ver nada. Cuando me atornillaron la escafandra los sonidos exteriores casi se acallaron y todo parecía tener un eco interno.

En el costado izquierdo, dentro de la esfera que envolvía mi cabeza y a la altura del mentón, había una especie de cuchara que era la palanca de la válvula que regulaba la presión de aire del traje,  algo fundamental. Me habían explicado que cuando estuviera dentro del agua el traje se  iba a inflar y que si llegaba a sentir que esa presión me  abría los brazos, como crucificándome, para retomar una posición normal sencillamente debía apretar la válvula para dejar salir el aire. Esto bastaría.   

Luego, entre las bromas de los veteranos y dejando atrás sobre la cubierta de la barcaza el siseo rítmico del compresor de aire, mi plataforma quedó colgada del guinche y fui balanceándome hasta que me frenó el agua marrón, con toques tornasolados en su superficie.

Antes que pudiera pensar algo, ya estaba hundiéndome y el agua turbia sobrepasó la ventana circular delante de mis ojos, que tenía un pequeño enrejado. Un telón marrón rosado me fue quitando toda visibilidad y comencé a sentir a través del grueso traje el frío de la profundidad.

No veía nada más que una bruma marrón, cada vez más oscura. Estaría a cuatro o cinco metros bajo la superficie cuando me coloqué la mano delante del visor y solamente pude ver mis dedos cuando me tocaban la rejilla del vidrio. A esa profundidad  ya había desaparecido todo y la mano era apenas una sombra más oscura que el resto.

Aferrado a la cadena del balancín entonces sentí que la presión me iba inflando el traje y los brazos comenzaban a extenderse sin que pudiera retenerlos. Recordé la indicación previa y apoyé la mejilla contra la cuchara de la válvula. Inmediatamente resonó un burbujeo detrás de la escafandra y pude doblar nuevamente los brazos. Tomándome de las cadenas grasientas con cada mano traté de girar la cabeza para ver si apreciaba el casco de la barcaza, hacia mi espalda. Más que ver, casi sentí la sombra enorme de la embarcación.

Al girar apenas, la plataforma osciló de una manera que me asustó un poco. En un primer instante pensé en tironear de la cuerda de señales que estaba adosada a la cintura, para que me ayudaran a detener el movimiento, pero me contuve cuando aprecié que todo se normalizaba.

Rodeado de una total penumbra no advertía más que por una sensación si continuaba balanceándome o no, pero pronto sentí que estaba nuevamente vertical.

Pasaron unos minutos y solamente el susurro del aire que me entraba por detrás de la cabeza, alternándose con el gruñido de la válvula que permitía salir el exceso de  esa alimentación. No veía absolutamente nada y traté de imaginarme cómo sería esa increíble tarea de localizar un casco monstruoso (recordando las enormes dimensiones de cualquier nave cuando uno caminaba por un muelle) y además, tratar de identificar a qué parte de un buque pertenecería.

Entonces, la presión debajo de mis pies me indicó que me estaban izando --¡por fin!-- hacia la superficie.

Chorreando agua sucia la pequeña plataforma de madera se apoyó nuevamente sobre la cubierta y la luz se descorrió por la luneta del visor. Allí estaban los rostros rojizos y arrugados de los veteranos buceadores, sonriendo y desarmándome el traje y luego las mariposas de la escafandra.

El aire y los olores del Riachuelo me parecieron vivificantes.