Minutos
inolvidables en un agua totalmente turbia
(Oscar Fernández Real relata su experiencia en 1961):
“Hice mi bautismo submarino en 1985 a 16 metros en el Golfo
Nuevo, frente a Puerto Madryn, y luego pude bucear en las frígidas aguas del
Canal de Beagle en 1987, pero quizá mi más insólito intento fue en 1961, en el
Riachuelo, donde pocos deportistas lo han hecho”.
Entonces, en 1961, había
en los talleres de la Isla Demarchi media docena de buzos italianos que habían
trabajado en Trípoli y en el Mar Rojo recuperando buques hundidos durante la Segunda
Guerra. Me explicaron que el principal
problema eran los explosivos que debían retirarse, anulando antes sus
espoletas. Cada tanto, alguna inesperada explosión manchaba de tragedia a esos
audaces trabajadores. Era como el salario del miedo, ya que por entonces, en
esas ciudades y puertos en ruinas no había otros trabajos remunerados. Pero, al
llegar los años 50 y disminuyendo cada vez más las tareas, esos intrépidos operarios comenzaron a escuchar rumores que
en la Argentina y en el Caribe se les abrían muchas posibilidades de trabajo,
sin tantos riesgos. Por un barrio llamado la Boca, en Buenos Aires, había muchas familias genovesas y varios
talleres navales. Y así se vinieron, estableciéndose con sus familias o
casándose con muchachas argentinas.
Con fotografías que por esos años comenzaba a tomar mi mujer,
Zeugma, yo hice una nota para la revista “Mundo Argentino” que se llamó “Los
topos del Riachuelo”, relatando cómo estos hombres trabajaban sin poder ver
nada y detectando solamente con sus manos la posición de los cascos
hundidos. Desplazándose sobre un barro
muy blando iban tocando como ciegos las partes de los cascos, identificando
portillas, barandas y todas las formas que lograban reconocer. Al salir,
explicaban la probable posición de los grandes cascos con sus mástiles y las partes
que estaban cubiertas por al fango.
Lo que más los impresionaba era cuando debían enterrarse en
el barro bajo esas enormes moles para pasar cables que se alzarían del otro
lado y permitieran enganchar el casco hundido. Para eso contaban con una
especie de manguera de aire comprimido con tres picos. Dos servían de apoyo para
que el tercer chorro de aire fuera abriendo un túnel poco más grande que sus
cuerpos. Poco a poco iban enterrándose como lombrices y llevando detrás un
cable guía, que permitiera rescatarlos si las cosas se complicaban. Esta tarea
insumía varias horas de tensión y suspenso. El accidente que más preocupaba era
el frecuente derrumbe de estos precarios túneles de barro o la caída de alguna
parte del inestable barco hundido que les cerrara el camino o afectara las
mangueras o cables de rescate. Por teléfono, entonces, debían requerir ayuda de
otros compañeros, que los localizaban siguiendo el cable guía entre el espeso
fluido de barro.
EXPERIENCIA
DE OSCAR:
Aquella mañana, los
veteranos buzos acompañaron como una broma mi pedido de sumergirme en el
Riachuelo , metido dentro de uno de los antiguos trajes que ellos utilizaban en
sus tareas. Quería sentir y ver con mis propios sentidos algo de lo que ellos
percibían como peligrosa rutina. Buscaron uno de esos pesados implementos,
acorde con mi talla, y lo extendieron sobre la cubierta del lanchón que les
servía como base cuando debían lanzarse a alguna tarea de salvamento naval. Al
sol, y en una fría mañana, me quedé en calzoncillos y solamente con una camisa,
presto a vestir la “cabeza de coco” o escafandra.
Primero introduje mis
piernas en los pantalones fríos, cerrados con las botas herméticas. Luego me
colocaron en el torax la parte superior, tras deslizar las manos untadas con
algo de aceite para pasarlas por el apretado cierre de las muñecas.
Los pies me quedaron
bailoteando dentro de las botas , que tenían pesas de plomo en los tobillos. El
traje apenas flexible, empezó a soportar las hombreras, donde iba a sujetarse
la pesada escafandra, que se alivianaría al sumergirme.
Ya vestido con mi
traje de astronauta acuático, más parecida por su peso a una armadura medieval,
me acomodé sobre una pequeña plataforma,
similar a una de esas hamacas de las plazas. Mi escafandra no tenía teléfono,
porque no me iba a salir de la plataforma y todo duraría unos pocos minutos. No
me hicieron escupir en el vidrio delantero para que no se empañara, porque
igual no iba a ver nada. Cuando me atornillaron la escafandra los sonidos
exteriores casi se acallaron y todo parecía tener un eco interno.
En el costado
izquierdo, dentro de la esfera que envolvía mi cabeza y a la altura del mentón,
había una especie de cuchara que era la palanca de la válvula que regulaba la
presión de aire del traje, algo
fundamental. Me habían explicado que cuando estuviera dentro del agua el traje
se iba a inflar y que si llegaba a sentir
que esa presión me abría los brazos,
como crucificándome, para retomar una posición normal sencillamente debía
apretar la válvula para dejar salir el aire. Esto bastaría.
Luego, entre las
bromas de los veteranos y dejando atrás sobre la cubierta de la barcaza el
siseo rítmico del compresor de aire, mi plataforma quedó colgada del guinche y
fui balanceándome hasta que me frenó el agua marrón, con toques tornasolados en
su superficie.
Antes que pudiera
pensar algo, ya estaba hundiéndome y el agua turbia sobrepasó la ventana
circular delante de mis ojos, que tenía un pequeño enrejado. Un telón marrón
rosado me fue quitando toda visibilidad y comencé a sentir a través del grueso
traje el frío de la profundidad.
No veía nada más que
una bruma marrón, cada vez más oscura. Estaría a cuatro o cinco metros bajo la
superficie cuando me coloqué la mano delante del visor y solamente pude ver mis
dedos cuando me tocaban la rejilla del vidrio. A esa profundidad ya había desaparecido todo y la mano era
apenas una sombra más oscura que el resto.
Aferrado a la cadena
del balancín entonces sentí que la presión me iba inflando el traje y los
brazos comenzaban a extenderse sin que pudiera retenerlos. Recordé la
indicación previa y apoyé la mejilla contra la cuchara de la válvula.
Inmediatamente resonó un burbujeo detrás de la escafandra y pude doblar
nuevamente los brazos. Tomándome de las cadenas grasientas con cada mano traté
de girar la cabeza para ver si apreciaba el casco de la barcaza, hacia mi
espalda. Más que ver, casi sentí la sombra enorme de la embarcación.
Al girar apenas, la plataforma osciló de una manera que me
asustó un poco. En un primer instante pensé en tironear de la cuerda de señales
que estaba adosada a la cintura, para que me ayudaran a detener el movimiento, pero
me contuve cuando aprecié que todo se normalizaba.
Rodeado de una total
penumbra no advertía más que por una sensación si continuaba balanceándome o no,
pero pronto sentí que estaba nuevamente vertical.
Pasaron unos minutos
y solamente el susurro del aire que me entraba por detrás de la cabeza, alternándose con el gruñido de la válvula
que permitía salir el exceso de esa
alimentación. No veía absolutamente nada y traté de imaginarme cómo sería esa
increíble tarea de localizar un casco monstruoso (recordando las enormes
dimensiones de cualquier nave cuando uno caminaba por un muelle) y además, tratar de identificar a qué parte de
un buque pertenecería.
Entonces, la presión
debajo de mis pies me indicó que me estaban izando --¡por fin!-- hacia la
superficie.
Chorreando agua sucia
la pequeña plataforma de madera se apoyó nuevamente sobre la cubierta y la luz
se descorrió por la luneta del visor.
Allí estaban los rostros rojizos y arrugados de los veteranos buceadores,
sonriendo y desarmándome el traje y luego las mariposas de la escafandra.
El aire y los olores
del Riachuelo me parecieron vivificantes.
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