miércoles, 14 de mayo de 2014

Llegar a un yacimiento minero escondido

Aventura sólo para pocos
Es un desafío que se me presentó imprevistamente este último jueves cuando me invitaron a acompañar a un pequeño grupo de aventureros que una o dos veces al año se congregan para ascender hasta un yacimiento minero abandonado en la región cuyana. Allí se llega muy difícilmente. No hay caminos y apenas huellas o sendas con piedras que únicamente pueden superar vehículos preparados especialmente. Se sobrepasan las nubes y sierras empinadas de unos dos mil metros como promedio hasta llegar a las construcciones y socavones en parte recuperados, donde es posible comer y alojarse precariamente.
La región honra a su nombre: Cerro Aspero. Es muy difícil llegar a pie para montañistas o en vehículos todo terreno, ni hablar de auxilios mecánicos o sanitarios. Las provisiones a ese rústico alojamiento de un viejo emprendimiento minero se la alcanzan esporádicamente baqueanos del lugar. Se encuentra en una región semidesértica de Traslasierra, donde Córdoba se junta con el Norte de San Luis, a la altura de los límites de Mendoza y San Juan.
      Las instalaciones de extracción de wolframio o tungsteno de Pueblo Escondido (descubierto aquí en 1894) se comenzaron a construir superando la difícil geografía a principios del siglo pasado. Se encuentran sobre una quebradita en la confluencia de tres arroyos serranos cuyas aguas servían para el lavado de los minerales, que se extraían entonces muy rudimentariamente..
      Aún existen aledaños al sector para alojamiento algunos edificios y piezas de maquinaria para la molienda, una usina, viviendas para mineros y parte de un cablecarril de trescientos metros de longitud  construido para superar los tramos inconvenientes para vehículos de carga.
      El wolframio o tungsteno es un mineral estratégico que cobró mucho valor con el desarrollo de la industrialización en el mundo (al principio sólo para filamentos de lámparas), ya que resulta importante para mejorar los rendimientos del acero en mecanismos y motores.

Rita Hayworth y el tungsteno argentino
     Muchos argentinos ignoran que una de las estrellas máximas del cine de Hollywood en los años 40, Rita Hayworth, cobró especial fama (gracias a una fuerte cachetada que le aplicó otro astro de la época, Glenn Ford), en una película llamada “Gilda” y cuya trama tiene fundamento en el tungsteno, ubicando a sus protagonistas  en una exótica Buenos Aires, con palmeras y un casino. El tercer protagonista era un turbio empresario, esposo de Gilda, que negociaba (en 1946) la venta de tungsteno o wolframio argentino a unos poderosos “cárteles” internacionales.  .

Una propuesta, un desafío  
.    Este último jueves 8 (de mayo) por la noche me telefoneó Aníbal Carrubba, amigo de mi hijo Pablo y joven odontólogo, cuya familia fue vecina de la mía en Haedo. Recordando una invitación anterior me propuso acompañarlo en pocas horas a visitar un yacimiento minero abandonado en el corazón de las sierras de Comechingones, entre Córdoba y San Luis. A cualquier invitación para participar en aventuras yo primero digo que “sí” y luego trato de resolver los detalles.
     Así acordamos que en ocho horas saldríamos en su camioneta Cherokee (de suspensión levantada 15 centímetros con tortas, con autoblocantes y palieres de Ranger), junto con su hermano y otro amigo, Héctor. Tendríamos que llegar antes del fin de la tarde a un punto de reunión en el pueblito de La Cruz, al Sur del conjunto de embalses de Río Tercero, para no tener que afrontar al anochecer los tramos más difíciles de nuestro itinerario.
     Por supuesto, llegamos a ese sitio con bastante demora y así nos perdimos un asado que habían organizado el resto de los participantes ya en zona serrana. Tras rodear las zonas turísticas del Embalse Río Tercero, los caminos serranos alcanzaron el poblado de La Cruz. Aquí nos encontramos con Luis Pérez, que sería nuestro guía y es un veterano caminador de estas rutas.
Este mapa indica la remota situación de Pueblo Escondido.
   
El escenario: tres mil curvas, dos mil golpes
      La ruta pavimentada desaparece y comienza el itinerario que en los mapas oficiales indican como “sólo apto para vehículos 4 x 4”.  En tanto avanzamos, el ascenso se denota por un  dolor suave de cabeza, y la necesidad de tragar saliva para aliviar los oídos.
      El acceso final al yacimiento minero es casi inadvertido, pero pronto descubre todos los paisajes serranos posibles, todos los materiales geológicos. El precio es una serie interminable de  baches y relieves que hacen zafar y caer una y otra vez, mientras entre el polvo las luces rojas y amarillas señalan cuando frena el jeep que sirve como guía. Tantas curvas cerradísimas seguramente asustarán al automovilista urbano. Pero no habrá problemas por la imposibilidad de cruzarnos con otro auto. Aquí hay apenas una huella que alterna  piedras de la altura del pié hasta la rodilla o escalones casi tan altos como la rueda del vehículo, que  de pronto se hunden en pozos similares en desnivel.  
      Aníbal al volante, a cada pocos segundos debe volantear y meter o sacar la palanca de cambios en varias de las que posee su jeep Cherokee especial. Instantáneamente debe decidir si “pisará” o “bordeará” enormes piedras, que podrían detener o aún romper el vehículo. Parece increíble pero resultan interminables las fracciones de segundo durante las cuales las tenaces ruedas trepan, levantan al rodado y vuelven a caer (y uno piensa que sí, ahí se acabó todo, y que quedaremos clavados para siempre en ese remoto lugar), hasta doblar o volver a enfrentar otra gran piedra, un alto escalón, o hundirnos en una profunda cárcava. Seguimos avanzando dificultosamente, flanqueados a veces por amarillas matas de pajas bravas, cortaderas, espadañas, o árboles chicos, retorcidos y con espinas. Al final, yo calcularé que en estos catorce terribles kilómetros habremos cumplido unas tres mil curvas y recibido dos mil golpes, algunos muy fuertes que nos hacen prevenir nuestras cabezas a cada segundo.
      Hilitos de agua de manantiales mojan el camino, igual que las nubes que a veces bajan y difuminan todo. Aparecen esporádicamente pinares verdinegros, mientras siguen los saltos y sacudidas que muchas veces llegan al borde del vuelco. Yo, viajando en el asiento delantero, a cada momento veo enfrente piedras grandes o desniveles, imposibles de superar por cualquier vehículo normal. Estos conductores denominan a los puntos más peligrosos como “escalones”, “el planchón”, “la pampita”, “la tranquera”, “el mal paso” (todos), y ellos pueden llegar a colgar, clavar a la “cuatrera” (por 4 x 4), en tanto que la senda se estrecha hasta desaparecer o esfumarse en estrechísimas huellas en “V” o en “U”, donde el terreno áspero roza los protectores laterales (“rocksliders) o llega a golpear las partes frontales o traseras de la carrocería.
      Anochece y ahora todo es más difícil. Finalmente, la prueba final es el vadeo del arroyo en cuya quebrada se ha instalado el campamento minero Pueblo Escondido. Colmo no hay energía eléctrica, unas débiles luces indican la ansiada meta, donde aguardan los compañeros que nos antecedieron y la promesa de una cena con dormida en tibias cuchetas.

Los vehículos
.    Toyotas, yipones, yipecitos, Cheroquís, o rodados tan  exóticos como un Mahindra (indio) o un ruso  UAZ que pesa 2.500 kilos, se han dado cita acá en esta fría y lluviosa noche. Modificados con cabinas cerradas o con jaulas de seguridad antivuelco, cada uno ha sido rediseñado a gusto y según la experiencia de cada dueño.
     Ante las emergencias mecánicas su ingenio los hace recurrir a trucos de campaña: si se descalza una cubierta (cuando se la desinfla mucho para que tenga más agarre en terrenos blandos): se rocía en ese punto con nafta o con cualquier aerosol y se le enciende un fósforo para que explote y entonces el vacío consecuente vuelve a colocar la cubierta dentro de la llanta. Otro recurso hasta puede ser el soldar a eléctrica con electrodos conectando las baterías en serie de tres vehículos.  



La gente
     Nuestro guía, Luis Pérez, veterano del lugar, vive en La Cruz y es consultado por todos. En la mesa las charlas solamente versan sobre vehículos, motores, neumáticos, modificaciones de suspensión y cajas de transmisión.  Aquel que no conozca se queda afuera de la conversación.  Mi pregunta es: ¿por qué un grupo de animosos clase media (que podrían gozar su tiempo en placeres más calmados) se lanzan a protagonizar una incómoda aventura con altos riesgos para ellos y para sus costosos rodados?
     Esto seguramente lo ignorará quién no tenga su misma afición. Pero ellos coinciden en algo, sin decirlo. Es el disfrute del placer de llegar con sus vehículos personalizados hasta sitios inalcanzables para el resto de los automovilistas.  Sin embargo, esta gente tan particular es muy solidaria, y todos son  capaces de subir o bajar cientos de metros por empinadas laderas pedregosas, tropezando y jadeando por el barro o las piedras mojadas para ayudar a alguno que se haya quedado debido a una falla o por un impedimento de la huella.  Para ello se comunican entre sí por handys  “¿Quién modula?”  “No te copio”  pese al crepitar por las interferencias o la falta de señales debido a las serranías.
            
Los riesgos
      ¿Emergencias? De eso no se habla. “De acá salimos como podemos, y si podemos”, me explica Aníbal. Es que tanta exigencia pasa sus facturas. Acá no podrían llegar auxilios mecánicos ni ayudas médicas. En una curva, una lápida improvisada con una corona de diferencial recuerda la muerte de un visitante que sufrió un ataque cardíaco al zambullirse en el agua helada del arroyo.
      Para prevenir accidentes, se recomiendan, por ejemplo:  “Al  cruzar la difícil tranquera, pegarse bien, bien, a la izquierda con la cola y una rueda”, es el consejo de los más veteranos. Bromeando, tratan de evitar temas como accidentes ocurridos o sobre probables fallas del vehículo.  
      Quizá el premio sea llegar hasta este oasis inalcanzable y saborear hermosísimos panoramas –inaccesibles paras el gran turismo- entre los vistazos que permita tan rigurosa conducción.  No es fácil alcanzar el paraíso.
     “Y pensar que acá estamos a diez horas de Haedo”  (“Algo más, Aníbal”, le acota su hermano Guille, en típica controversia fraternal). Curioso, a mí me produjo luego más temor el regreso nocturno por la oscura ruta 8, con bordes casi invisibles, y las salpicaduras de los vehículos que venían de frente, encandilando  por la lluvia.



2 comentarios:

Ricardo Perez Charlon dijo...

muy bueno el relato!! el cerro aspero es un lugar especial para compartir con amigo!
Esta fue mi tercera vez en pueblo escondido y espero volver pronto!!!

Anónimo dijo...

Para agregar al excelente relato y sumando al toque "farandulesco" les cuento que en 1942 se filmo en el mismo Pueblo Escondido la película Oro en las Manos del chileno Adelquie Migliar y las actuaciones de Pepita Serrador,Sebastián Chiola
y Domingo Sapelli.
Atte. Yogui Arias