El Peñón de
Gibraltar, Tánger y encantadores de
serpientes en una visita poco convencional
No voy a
escribir aquí una nota sobre temas que se pueden encontrar en cualquier guía o
en Internet. Voy a transmitir mis pequeñas vivencias. .
Gracias
al pase Eurailpass en 1980 con mi mujer, Zeugma López, viajamos por distintos
países europeos sin gastar un centavo y utilizando los variados servicios
ferroviarios como transporte y alojamiento.
Regulando cuidadosamente nuestros gastos pudimos atravesar las aguas
marinas y llegar hasta Grecia y luego se nos ocurrió –ya que tras casi dos
meses deseábamos volver—cruzar hasta Africa del Norte y visitar Marruecos. Los
tiempos y las combinaciones no nos daban como para llegar hasta Egipto y no nos
interesó ir hasta Irlanda o Noruega, que también hubiéramos podido tocar merced
a ese práctico pase.
Pasar
bajo la sombra ominosa del Peñón de Gibraltar para mí tenía un especial
significado por fotos que había visto en una revista y por recuerdos de mi
niñez, gracias a los relatos de un niño, refugiado español por la guerra civil
en la península. En aquel pequeño barrio de Morón nosotros teníamos alrededor
de ocho años cuando se radicó allí una familia de apellido Rúa, cuyo padre
venía a trabajar en la recién establecida La Cantábrica. Ricardito, el hijo,
era un locuaz y vivaracho narrador de anécdotas sobre su tierra natal y también
sobre el azaroso viaje en barco que los había traído desde Barcelona para
refugiarse en la Argentina.
Uno
de esos relatos trataba sobre el cruce del Estrecho de Gibraltar, con esa
enorme roca erizada de cañones y bunkers blindados. Habían pasado cuarenta años pero yo tenía
vívidos recuerdos de aquella descripción infantil, quizá algo exagerada pero que
allí tenía oportunidad de revivir.
El Tren de
los Moros
Tomamos por la tarde el tren en la Estación de Atocha, que yo también
recordaba por aquella magnífica y divertida novela ilustrada de Jardiel
Poncela, “La tournée de Dios”, ya que según ese relato el Creador había bajado
para visitar la Tierra pasando por ese parador ferroviario. Ya decidido el
viaje, unos amigos españoles nos habían prevenido sobre los riesgos de tomar
ese convoy, al que se llamaba “el tren de los moros”. Sucedía que era el servicio preferido por los
inmigrantes marroquís y africanos que regresaban temporariamente a sus países
de origen, aprovechando la temporada de vacaciones.
Nos habían advertido que esos emigrantes prácticamente ocupaban el tren,
convirtiendo a sus camarotes y vagones en alojamientos árabes, con almohadones
y cortinas colgadas y tiradas por el interior de los compartimientos. Esto no
nos importó, más bien pensamos que le daría un color particular a nuestra
travesía. Y era verdad, cuando subimos al tren los coches estaban atestados por
un pasaje que llevaba paquetes y bultos, además de ir vestido con sus ropas
tradicionales. Como habíamos pagado un pequeño suplemento, pudimos viajar en un
camarote, y el guarda que nos atendió se ofreció a llevarnos la comida y el
desayuno hasta el mismo camarote, de modo que no tuvimos ningún problema hasta
llegar a la terminal de Algeciras, donde debíamos embarcarnos en un
trasbordador para cruzar el famoso Estrecho.
La
travesía marítima por la mañana resultó excepcional, tras dejar por la borda el
pequeño enclave británico de donde surgía la estratégica fortificación, motivo
de centenarias reclamaciones, similares en cierto modo a las protestas
argentinas por las islas Malvinas. Y la
visión de esa gran roca resultó impresionante, como lo esperaba.
Al llegar al puerto de Tánger hubo que
desembarcar para los trámites fronterizos caminando por un caluroso tubo de
plástico transparente, nada que ver con la imagen africana que esperábamos. Al
salir del puerto prácticamente nos asaltaron unos guías vestidos con largas
túnicas y medallones de bronce en sus turbantes. No me gustaron sus servicios,
caros, ofrecidos casi con prepotencia –después sabríamos por qué— y seguimos
caminando para realizar la visita por nuestra cuenta.
Ya caminando para cruzar una gran avenida
se nos acercó un muchacho alto y muy amable, apenas barbudo, vestido como cualquier joven occidental y
hablando correctamente español. Se
presentó como Omar y nos contó que era estudiante y se ganaba la vida ofreciendo
servicios como guía y a tarifas mucho más económicas que los oficiales, según
pudimos comprobar. Esta aparente ventaja nos iba a traer serias y amenazadoras
complicaciones (esta ingrata anécdota la relataré en otro episodio), pero en
esos momentos nos pareció útil seguir acompañados por Omar, que era discreto y no nos presionaba a gastar
ni a contratar cualquier servicio Conseguimos un hotelito económico y limpio,
cosa rara en esas regiones. También Omar nos orientó para comer en sitios
preferidos por la población local y no tanto por los turistas.
Así descubrimos los sabrosos shawuarma
, rellenos de pollo o cordero, y picoteamos con la mano la multitud de platitos
donde predominaba el cus-cus, polenta aromática que
guarnecía riquísimos y bien condimentados bocados. Muy próximo al puerto está la Medina o viejo barrio
que tiene al Zoco, que parece una gran feria de La Salada porteña pero con
infinita variedad de productos típicos. Omar nos acompañó por esa especie de
laberinto con cuevas excavadas en la roca y puestitos que ofrecían originales
artesanías (compramos algunas hechas con cobre martillado). Nuestro guía fue
honesto y nos confesó que para dejarnos
entrar a determinados sitios él debía presentarnos a un vendedor de alfombras,
donde nos iban a servir té de menta con confituras, pero que no estábamos
obligados a comprar nada, si bien podíamos (y eso sí era un compromiso)
regatear largamente los elevados precios que nos presentaban. Cumplimos con
este entretenido compromiso y terminamos de caminar por este sinuosos pasadizos
--donde todo
huele a especias, miel, repostería artesanal, menta fresca, y cordero asado-- y echamos
una ojeada a la gran Mezquita, pero mi desinterés por todas las religiones no
me hizo dedicarle mucho tiempo.
Lo único que podía disculpar la superficialidad
de mi visita era el poco tiempo de que disponíamos para cumplir con otros
recorridos, como el de ir en camello hasta el Faro Espatel, el del Fin del
Mundo antiguo.. Nos llamó la atención ver a algunas chicas conduciendo
motonetas y a muchas mujeres vistiendo ropas europeas, bien a la moda
occidental.
La puerta de entrada a la Medina es el
Gran Zoco (Place du 9 avril), desde donde se puede acceder por la calle
Semmerine a través de una puerta y restos de murallas a cuyo pie había mujeres campesinas vendiendo hortalizas.
Seguimos por la calle as-Siaghin, que pese a sus recovecos no resultaba
peligrosa para los turistas.
Escuela para encantadores
En vez de ir a la plaza céntrica donde iban
todos los turistas, preferimos caminar hasta una calle más alejada, donde decían
que practicaban los novatos que se dedicarían a trabajar como encantadores de
serpientes. En las veredas y rincones
vimos sentados en el suelo a varios de estos practicantes, que esperaban
silenciosamente a que se formara una rueda de curiosos expectantes,.
Era inútil intentar tomarles fotos, pues
hasta que no tenían público que consideraran apto para ofrecerles propinas no
hacían salir a las víboras de sus canastos con tapa. Nuestro guía, Omar , nos
explicó que la flauta que tocaban se llama tumarit, que emite un sonido similar al de la hembra
de la cobra y por eso el macho (siempre son machos los que “bailan”) salía a
buscar a la hembra, pero como no la encontraba se quedaba hipnotizado por la música. Así el encantador
podía ofrecerle su mano –la pasaba tocando la cabeza con su chato tocado desplegado--
para demostrar el control que tenía
sobre el animal. Algunos hasta se animan a besar esas ahusadas cabezas o
a tocarlas con la nariz, pero esta riesgosa práctica no es aceptada por los
maestros. .
Al otro día, bien temprano, Omar pasó a
buscarnos para que hiciéramos la visita al faro Espartel, situado a pocos
kilómetros hacia el Oeste, Allí comenzamos la contingencia de montar en
camello, en un puesto donde había una veintena de estos animales con sus densas
monturas de tela y gruesos tejidos.
Improvisado jinete
Soy mal jinete, aunque he montado o me han
llevado muy diversos animales, desde caballos andinos para ascender al
Aconcagua, mulas con las que atravesamos nieve hasta las rodillas para llevar
provisiones a poblaciones aisladas en la Cordillera, trineos de perros husky –cuando se los autorizaba en la
Antártida--, llamas en la Puna y hasta un buey en La Pampa que se quedó
inmóvil, porque no me había animado a un
toro desconfiado. Pero lo del camello resultó
una prueba muy particular.
Montar un camello (los dromedarios tienen una sola joroba y por eso son más difíciles de montar) hay que hacerlo bajo la supervisión de un guía o su dueño, pues aunque son tranquilos en apariencia pueden tener reacciones imprevistas. Lo que impresiona es su tamaño, cuando se alza sobre sus patas. No se lo puede alcanzar como a un caballo, dando una vuelta de pierna sobre su lomo. Hay que treparlo desde atrás por medio de un banquito o plataforma que se lleva bajo el arnés, y por eso lo primero es esperar a que su dueño lo haga arrodillar sobre el suelo. Entonces hay que acomodarse sobre la almohadilla o asiento y (echándose hacia atrás) hay que tratar de mantenerse vertical, pues la primera y gran sacudida es cuando al animal alza sus patas traseras.
Tratando de mantener el equilibrio (ahora preparándose para inclinar el
cuerpo hacia adelante) , hay que esperar que el camello extienda a la mitad sus
patas delanteras. Y cuando después estira
totalmente estas patas, ya resulta más fácil conservar la posición adecuada.
El andar en camello es una grata sensación ondulante, pues sus pasos son
largos y suaves. Cada animal es llevado por su guía, ya que si hay imprevistos
una caída desde tanta altura puede derivar en lesiones más o menos serias. Si
el jinete se anima y el guía lo permite es posible manejar sus riendas. En este
caso, lo mejor es relajarse y no quedar tenso, sujetando las riendas con
confianza y cierta firmeza. Como la mayoría de los animales inteligentes, un
camello puede sentir el malestar o el nerviosismo de quién lo monta. No hay que
tirar o sacudir las riendas, de modo que el cuadrúpedo sienta que se tiene cierto control sobre él.
Cuando alza las patas traseras esto (un error de los chicos) es lo que debe prevenirse, echándose hacia atrás |
Hay que
descender del camello sólo cuando se asiente, arrodillándose, y se coloque el
banquito. Ahora puede mirárselo, “cara a cara”, para apreciar la dulzura de sus
ojos con sus largas pestañas (lo protegen de la arena en polvo), pero no hay
que engañarse. Como otros camélidos (los guanacos, llamas o alpacas), pueden tener alguna reacción imprevista, como
expeler un gran salivazo. Por suerte, nosotros no lo sufrimos, quedamos amigos.
-----------
En próximo envío a mis pacientes
lectores: la audaz “Operación Algeciras
1982” de la guerra por las Malvinas que iban a realizar en Gibraltar buceadores
argentinos. Yo conocí en 1963 a la familia Nicoletti de Puerto Madryn, que
durante el Proceso mató al jefe de la Policía Federal, comisario Villar, y saboteó
un moderno destructor de la Armada. Esto
(que produjo un libro y una película) será motivo de otro relato.
No hay comentarios:
Publicar un comentario