miércoles, 4 de junio de 2014

EN CAMELLO AL FIN DEL MUNDO (II)

El Peñón de Gibraltar, Tánger  y encantadores de serpientes en una visita poco convencional

     Contestando la anterior nota sobre mi aventura en Marruecos algunos me preguntaron sobre la experiencia de montar en camello. Aquí relato lo que sentí y también agrego algo sobre los encantadores de serpientes que se ganan la vida mostrando sus habilidades en algunas calles de Tánger, como así mi visita al famoso Zoco, fuera de los circuitos turísticos.
     No voy a escribir aquí una nota sobre temas que se pueden encontrar en cualquier guía o en Internet. Voy a transmitir mis pequeñas vivencias. .
 El Peñón
     Gracias al pase Eurailpass en 1980 con mi mujer, Zeugma López, viajamos por distintos países europeos sin gastar un centavo y utilizando los variados servicios ferroviarios como transporte y alojamiento.  Regulando cuidadosamente nuestros gastos pudimos atravesar las aguas marinas y llegar hasta Grecia y luego se nos ocurrió –ya que tras casi dos meses deseábamos volver—cruzar hasta Africa del Norte y visitar Marruecos. Los tiempos y las combinaciones no nos daban como para llegar hasta Egipto y no nos interesó ir hasta Irlanda o Noruega, que también hubiéramos podido tocar merced a ese práctico pase.
     Pasar bajo la sombra ominosa del Peñón de Gibraltar para mí tenía un especial significado por fotos que había visto en una revista y por recuerdos de mi niñez, gracias a los relatos de un niño, refugiado español por la guerra civil en la península. En aquel pequeño barrio de Morón nosotros teníamos alrededor de ocho años cuando se radicó allí una familia de apellido Rúa, cuyo padre venía a trabajar en la recién establecida La Cantábrica. Ricardito, el hijo, era un locuaz y vivaracho narrador de anécdotas sobre su tierra natal y también sobre el azaroso viaje en barco que los había traído desde Barcelona para refugiarse en la Argentina.
     Uno de esos relatos trataba sobre el cruce del Estrecho de Gibraltar, con esa enorme roca erizada de cañones y bunkers blindados.  Habían pasado cuarenta años pero yo tenía vívidos recuerdos de aquella descripción infantil, quizá algo exagerada pero que allí tenía oportunidad de revivir. 

El Tren de los Moros
     Tomamos por la tarde el tren en la Estación de Atocha, que yo también recordaba por aquella magnífica y divertida novela ilustrada de Jardiel Poncela, “La tournée de Dios”, ya que según ese relato el Creador había bajado para visitar la Tierra pasando por ese parador ferroviario. Ya decidido el viaje, unos amigos españoles nos habían prevenido sobre los riesgos de tomar ese convoy, al que se llamaba “el tren de los moros”.  Sucedía que era el servicio preferido por los inmigrantes marroquís y africanos que regresaban temporariamente a sus países de origen, aprovechando la temporada de vacaciones.
     Nos habían advertido que esos emigrantes prácticamente ocupaban el tren, convirtiendo a sus camarotes y vagones en alojamientos árabes, con almohadones y cortinas colgadas y tiradas por el interior de los compartimientos. Esto no nos importó, más bien pensamos que le daría un color particular a nuestra travesía. Y era verdad, cuando subimos al tren los coches estaban atestados por un pasaje que llevaba paquetes y bultos, además de ir vestido con sus ropas tradicionales. Como habíamos pagado un pequeño suplemento, pudimos viajar en un camarote, y el guarda que nos atendió se ofreció a llevarnos la comida y el desayuno hasta el mismo camarote, de modo que no tuvimos ningún problema hasta llegar a la terminal de Algeciras, donde debíamos embarcarnos en un trasbordador para cruzar el famoso Estrecho.
     La travesía marítima por la mañana resultó excepcional, tras dejar por la borda el pequeño enclave británico de donde surgía la estratégica fortificación, motivo de centenarias reclamaciones, similares en cierto modo a las protestas argentinas por las islas Malvinas.  Y la visión de esa gran roca resultó impresionante, como lo esperaba.   
 Vista aérea del Peñón, con su pista aérea a poca distancia de la línea fronteriza
     Al llegar al puerto de Tánger hubo que desembarcar para los trámites fronterizos caminando por un caluroso tubo de plástico transparente, nada que ver con la imagen africana que esperábamos. Al salir del puerto prácticamente nos asaltaron unos guías vestidos con largas túnicas y medallones de bronce en sus turbantes. No me gustaron sus servicios, caros, ofrecidos casi con prepotencia –después sabríamos por qué— y seguimos caminando para realizar la visita por nuestra cuenta.
     Ya caminando para cruzar una gran avenida se nos acercó un muchacho alto y muy amable, apenas barbudo,  vestido como cualquier joven occidental y hablando correctamente español.  Se presentó como Omar y nos contó que era estudiante y se ganaba la vida ofreciendo servicios como guía y a tarifas mucho más económicas que los oficiales, según pudimos comprobar. Esta aparente ventaja nos iba a traer serias y amenazadoras complicaciones (esta ingrata anécdota la relataré en otro episodio), pero en esos momentos nos pareció útil seguir acompañados por Omar,  que era discreto y no nos presionaba a gastar ni a contratar cualquier servicio   Conseguimos un hotelito económico y limpio, cosa rara en esas regiones. También Omar nos orientó para comer en sitios preferidos por la población local y no tanto por los turistas.
 
Hay muchos sitios pintorescos y económicos para comer
     Así descubrimos los  sabrosos shawuarma , rellenos de pollo o cordero, y picoteamos con la mano la multitud de platitos donde  predominaba el cus-cus, polenta aromática que guarnecía  riquísimos  y bien condimentados  bocados.  Muy próximo al puerto está la Medina o viejo barrio que tiene al Zoco, que parece una gran feria de La Salada porteña pero con infinita variedad de productos típicos. Omar nos acompañó por esa especie de laberinto con cuevas excavadas en la roca y puestitos que ofrecían originales artesanías (compramos algunas hechas con cobre martillado). Nuestro guía fue honesto y nos confesó que  para dejarnos entrar a determinados sitios él debía presentarnos a un vendedor de alfombras, donde nos iban a servir té de menta con confituras, pero que no estábamos obligados a comprar nada, si bien podíamos (y eso sí era un compromiso) regatear largamente los elevados precios que nos presentaban. Cumplimos con este entretenido compromiso y terminamos de caminar por este sinuosos pasadizos --donde todo huele a especias, miel, repostería artesanal, menta fresca, y cordero asado--  y echamos una ojeada a la gran Mezquita, pero mi desinterés por todas las religiones no me hizo dedicarle mucho tiempo.
 El Zoco grande
     Lo único que podía disculpar la superficialidad de mi visita era el poco tiempo de que disponíamos para cumplir con otros recorridos, como el de ir en camello hasta el Faro Espatel, el del Fin del Mundo antiguo.. Nos llamó la atención ver a algunas chicas conduciendo motonetas y a muchas mujeres vistiendo ropas europeas, bien a la moda occidental.
     La puerta de entrada a la Medina es el Gran Zoco (Place du 9 avril), desde donde se puede acceder por la calle Semmerine a través de una puerta y restos de murallas a cuyo pie  había mujeres campesinas vendiendo hortalizas. Seguimos por la calle as-Siaghin, que pese a sus recovecos no resultaba peligrosa para los turistas.

Escuela para encantadores
     En vez de ir a la plaza céntrica donde iban todos los turistas, preferimos caminar hasta una calle más alejada, donde decían que practicaban los novatos que se dedicarían a trabajar como encantadores de serpientes. En las veredas y rincones  vimos sentados en el suelo a varios de estos practicantes, que esperaban silenciosamente a que se formara una rueda de curiosos expectantes,.
      Era inútil intentar tomarles fotos, pues hasta que no tenían público que consideraran apto para ofrecerles propinas no hacían salir a las víboras de sus canastos con tapa. Nuestro guía, Omar , nos explicó que la flauta que tocaban se llama tumarit,  que emite un sonido similar al de la hembra de la cobra y por eso el macho (siempre son machos los que “bailan”) salía a buscar a la hembra, pero como no la encontraba se quedaba  hipnotizado por la música. Así el encantador podía ofrecerle su mano –la pasaba tocando la cabeza con su chato tocado desplegado-- para demostrar el control que tenía  sobre el animal. Algunos hasta se animan a besar esas ahusadas cabezas o a tocarlas con la nariz, pero esta riesgosa práctica no es aceptada por los maestros. .
El “encantador” con su instrumento
 
     Al otro día, bien temprano, Omar pasó a buscarnos para que hiciéramos la visita al faro Espartel, situado a pocos kilómetros hacia el Oeste, Allí comenzamos la contingencia de montar en camello, en un puesto donde había una veintena de estos animales con sus densas monturas de tela y gruesos tejidos.

Improvisado jinete
     Soy mal jinete, aunque he montado o me han llevado muy diversos animales, desde caballos andinos para ascender al Aconcagua, mulas con las que atravesamos nieve hasta las rodillas para llevar provisiones a poblaciones aisladas en la Cordillera, trineos de perros husky –cuando se los autorizaba en la Antártida--, llamas en la Puna y hasta un buey en La Pampa que se quedó inmóvil, porque no me había animado  a un toro desconfiado.  Pero lo del camello resultó una prueba muy particular.
   
  Montar un camello (los dromedarios tienen una sola joroba y por eso son más difíciles de montar) hay que hacerlo bajo la supervisión de un guía o su dueño, pues aunque son tranquilos en apariencia pueden tener reacciones imprevistas. Lo que impresiona es su tamaño, cuando se alza sobre sus patas.  No se lo puede alcanzar como a un caballo, dando una vuelta de pierna sobre su lomo. Hay que treparlo desde atrás por medio de un banquito o plataforma que se lleva bajo el arnés, y por eso lo primero es esperar a que su dueño lo haga arrodillar sobre el suelo. Entonces hay que acomodarse sobre la almohadilla o asiento y  (echándose hacia atrás) hay  que tratar de mantenerse vertical, pues la primera y gran sacudida es cuando al animal alza sus patas traseras.
     Tratando de mantener el equilibrio (ahora preparándose para inclinar el cuerpo hacia adelante) , hay que esperar que el camello extienda a la mitad sus patas delanteras.  Y cuando después estira totalmente estas patas, ya resulta más fácil conservar la posición adecuada.
     El andar en camello es una grata sensación ondulante, pues sus pasos son largos y suaves. Cada animal es llevado por su guía, ya que si hay imprevistos una caída desde tanta altura puede derivar en lesiones más o menos serias. Si el jinete se anima y el guía lo permite es posible manejar sus riendas. En este caso, lo mejor es relajarse y no quedar tenso, sujetando las riendas con confianza y cierta firmeza. Como la mayoría de los animales inteligentes, un camello puede sentir el malestar o el nerviosismo de quién lo monta. No hay que tirar o sacudir las riendas, de modo que el cuadrúpedo sienta que se  tiene cierto control sobre él.
 Cuando alza las patas traseras esto (un error de los chicos) es lo que debe prevenirse, echándose hacia atrás
     Hay que descender del camello sólo cuando se asiente, arrodillándose, y se coloque el banquito. Ahora puede mirárselo, “cara a cara”, para apreciar la dulzura de sus ojos con sus largas pestañas (lo protegen de la arena en polvo), pero no hay que engañarse. Como otros camélidos (los guanacos, llamas o alpacas),  pueden tener alguna reacción imprevista, como expeler un gran salivazo. Por suerte, nosotros no lo sufrimos, quedamos amigos.
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En próximo envío a mis pacientes lectores:  la audaz “Operación Algeciras 1982” de la guerra por las Malvinas que iban a realizar en Gibraltar buceadores argentinos. Yo conocí en 1963 a la familia Nicoletti de Puerto Madryn, que durante el Proceso mató al jefe de la Policía Federal, comisario Villar, y saboteó un moderno destructor de la Armada.  Esto (que produjo un libro y una película) será motivo de otro relato.                

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