martes, 24 de septiembre de 2013

MI PRIMER TEXTO DE LECTURA

(1936) Mi madre me enseñó a leer y escribir cuanto yo tenía 3 ½ años. Ella estaba embarazada de mi única hermana, y como por entonces no había radio así nos entretuvimos en las largas tardes de invierno. Así aprendí a leer con los grandes titulares del diario “Crítica” y por ello recuerdo un título, que me quedó en la memoria: “Ultimatum” sobre La Guerra Civil Española.


     Esos grandes titulares eran la marca de ese gran vespertino. Cuando 20 años después comencé mis primeras prácticas en periodismo, varios de mis profesores eran redactores de ese mítico diario y así me enteré de una historia secreta. Una entre tantas más o menos conocidas. No sé si figurará en los registros de Guinness pero muchos afirman que en “Crítica”, allá por 1925, apareció el título de letras más grandes (hubo que buscar tipos de madera fuera del taller) en la historia periodística mundial: “No hay cianuro”.
     Todos los lectores sabían de qué se trataba. Y esa tarde, el diario agotó sus ediciones y superó a todos los competidores. También allí apareció—por primera vez, ya que a los periodistas no se los reconocía—la foto del cronista que había obtenido la primicia. Era el también mítico “GGG”, por Gustavo Germán González, un reportero que escribía muy mal pero que era un sagaz buceador de noticias policiales, por su andar dentro del hampa. Para saber el resultado de una autopsia muy reservada (que motivó tan enorme título), GGG se disfrazó de plomero y así presenció la apertura del ataúd de zinc donde estaba el cadáver de Carlos Ray, un concejal radical que había muerto en circunstancias misteriosas y coronando una historia de pasiones sexuales y políticas.
     Pero a mis pocos años mi lectura favorita no lo eran los temas policiales ni políticos, sino el suplemento de historietas en colores que publicaba semanalmente el diario. “La gatita princesa”, “Tarzán” y “Espaguetti” (bautizado así a Popeye) eran mis predilectas. Tampoco alcancé a leer, por razones obvias (yo recién estaba naciendo), el suplemento literario que Natalio Botana le encargó a Ulyses Petit de Murat y a un joven que recién comenzaba a escribir algunos cuentos algo discutidos: Jorge Luis Borges. Fue un trabajo algo incómodo para este escritor, que provenía de círculos algo elitistas, pues el director le exigió que se dedicara a escribir relatos policiales a partir de noticias conservadas en el rico archivo del diario. Este archivo era manejado por una señora alemana, Tony, y le sirvió al escritor para elaborar un exitoso libro “La historia universal de la infamia”.
     Hace pocas semanas, en este mes de septiembre y a 80 años de aquellos días, como parte de un trabajo colectivo que me pidieron para un taller de narrativa del ECUNHI, yo me atreví a escribir un breve relato en base a datos que conocí de primera mano a mi brevísimo paso por “Crítica” en 1956. Si a alguien le interesa, lo transcribo a partir de la 2ª y última nota de “Clarín” sobre este notable vespertino y su más notable fundador, Natalio Botana.    
     Pero antes quiero acotar algo sobre este trabajo que realicé para el taller del centro cultural Nuestros Hijos, de las Madres de Plaza de Mayo. Debo señalar que pese a mis prevenciones, trabajamos allí con total libertad y sin encasillamientos políticos. Pero cada vez que caminaba por el interior de lo que fue la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA), no era liviano recorrer sus calles sombrías, por la gran arboleda y también por los recuerdos. Y este último sábado me ocurrió algo significativo. Por error, en vez de ir al aula donde habitualmente trabajábamos, fui a otra dependencia en donde se realizaba otro taller sobre música. A los pocos segundos de entrar me dí cuenta que ese no era mi destino y volví sobre mis pasos. En ese mismo instante, una chica jovencita y menuda también volvió a salir, delante de mí y hacia el jardín exterior. De pronto me dí cuenta que la muchachita  parecía descompuesta, con el rostro enrojecido por el llanto.
     --¿Qué te pasa?—le pregunté.  Con un hilo de voz, entre sollozos, me contestó:
     --¡Oh, No pude quedarme!...¡Este lugar terrible!
      La abracé,  y no hicieron falta más palabras. No quise saber qué historia tremenda la atravesaba. 
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"Diario Crítica", un tábano contra el poder (II Nota)

POR ALBARO ABÓS               CLARIN   09/09/13
La 2ª parte de la historia del periódico que captó el pulso de su época y sedujo a las clases populares.
"Ciudadano" Botana. La portada de la investigación escrita por Albaro Abós, que publica editorial Vergara.

      En 1923, la familia Botana se había mudado desde  Florida al chalet de Virrey del Pino 3075, en Belgrano R. Salvadora quizás estaba celosa porque su primer hijo, Carlos Natalio,”Pitón”, entonces un muchacho de 17 años, alto, buen deportista, inteligente, parecía querer más a Natalio que a ella. Es cierto que a su vez Natalio estaba encantado con Pitón, a quien quería formar como su heredero. Lo llevaba con él al diario, supervisaba su educación, le hacía regalos, entre ellos un coche Vauxhall y una pistola pequeña con cachas de nácar. Durante una discusión con el muchacho, Salvadora le reveló a Pitón que no era hijo de Natalio, sino de un abogado de Entre Ríos que la había dejado. Unas horas después, Pitón se pegó un tiro en el pecho. Era el 17 de enero de 1928.
     Este episodio marcó a la familia. Natalio no solamente perdió a Pitón sino, también, a su principal colaboradora en el diario, Salvadora, quien jamás se repuso. Ella, anonadada por el dolor, se aisló. Natalio lo intentó todo para rescatarla. Por ejemplo, viajar. En Europa, Botana contrató a los mejores psiquiatras para que trataran a su mujer, pero el dolor no cesaba. Para soportarlo, Salvadora consumía morfina, luego se hizo adicta al opio. El, por su parte, se sumergió en el trabajo, es decir en su diario, la obra de su vida.
     La década del veinte multiplicó los éxitos de Crítica. En 1921, se cambió la frase que hasta entonces se incluía bajo el logotipo de Crítica: “Diario ilustrado de la noche, impersonal e independiente”. Fue sustituido por esta leyenda: “Dios me puso sobre la ciudad como a un tábano sobre un noble caballo, para picarlo y tenerlo despierto. Sócrates”. Se reiteró hasta el cansancio, y sigue repitiéndose, que esa frase era apócrifa, un invento de Botana. Hasta su propio hijo Helvio así lo creyó. Sin embargo, ella está tomada, textualmente, del libro de Platón Apología de Sócrates.
     En 1928 Irigoyen se postula para una segunda presidencia. Los votos para Yrigoyen duplican a los del candidato Leopoldo Melo, sostenido por una coalición de conservadores y radicales alvearistas. La opinión pública que había sido tan favorable a la reelección de Yrigoyen pronto se dio vuelta. El clima político, influido por la crisis mundial del 30, se volvió hostil al gobierno. Botana no sólo contribuyó al derrocamiento del gobierno con acerbas críticas de su diario, sino con su participación personal en la trama que, con la conducción en la sombra del jefe del ejército Agustín Justo, culminó el 6 de septiembre de 1930.
     El nuevo presidente de la república, General José Félix Uriburu, le ofreció a Botana, a través de Juan Carulla, la embajada argentina en París. Botana le contestó: “Dígale al presidente que no me ofenda. Jamás he sido empleado público”. Uriburu, que había nombrado ministro del interior a Matías Sánchez Sorondo, abogado de la Standard Oil, odiaba a Botana, no sólo por haber rechazado su ofrecimiento, sino porque en su casa tenía “asilados” a varios dirigentes irigoyenistas a quien la policía buscaba, en el marco de represalias, que incluyeron fusilamientos. Botana reclamaba elecciones inmediatas. En cambio, Uriburu y sus asesores querían reformar la Constitución para instaurar un régimen corporativo. Uriburu hizo en abril de 1931 un ensayo: convocó a elecciones para gobernador en la provincia de Buenos Aires, en las que los radicales, deponiendo sus graves conflictos internos, concurrieron unidos y triunfaron. Uriburu anuló esos comicios.
     El 6 de mayo de 1931 un decreto presidencial ordenó la clausura de Crítica y la prisión de Natalio Botana, Salvadora Medina Onrubia y todos los redactores del diario. Este fue allanado y la Policía al mando del comisario Leopoldo Lugones (hijo), jefe de la sección Orden Político, destrozó las instalaciones en busca de “pruebas”. ¿Pruebas de qué? De negociados y extorsiones, de las que se acusaba a Botana. El matrimonio fue detenido en la madrugada. El fue conducido a la Penitenciaría de la avenida Las Heras y ella a la cárcel de mujeres de la calle Humberto I. Gobiernos y personalidades de todo el mundo reclamaron por la prisión de Botana. En cuanto a Salvadora, recluida entre mecheras y prostitutas, con las cuales “me sentí compañera”, consiguió sacar de la cárcel una carta abierta a Uriburu, en la que se refería a un pedido de “magnanimidad” para con ella dirigido al presidente por varios escritores, entre ellos Jorge Luis Borges. “General Uriburu, apostrofó Salvadora, guárdese sus magnanimidades junto a sus iras y sienta cómo desde este rincón de miseria, le cruzo la cara con todo mi desprecio”.
     Finalmente, se autorizó a los Botana a salir del país. En 1932 es nuevo presidente Agustín P. Justo y ese año reaparece Crítica, para iniciar una nueva década triunfal, con una circulación cada vez mayor. El diario batió todos los récords cuando en septiembre de 1939, tras la invasión del Tercer Reich a Polonia, vendió 900.000 ejemplares, en una Argentina que tenía diez millones de habitantes.
      Los Botana adquirieron en Don Torcuato unos terrenos que habían pertenecido a Marcelo T. de Alvear y allí levantaron su casa con amplios jardines. La llamaron Los Granados. Por las fiestas de Los Granados pasaron, entre otros, Pablo Neruda, Federico García Lorca y amigos de los Botana como el matrimonio Guevara Lynch, que solía llevar a un niño flaquito y asmático llamado Ernesto.
     Grandes escritores argentinos pasaron por Crítica. Raúl González Tuñón, el poeta de la nostalgia ciudadana, fue uno de ellos, junto a su hermano, Enrique González Tuñón. A Raúl, que además se hizo amigo de los hijos de Botana, se debe el suelto titulado “El sándwich de milanesa”, sobre la caída al Riachuelo de un tranvía repleto de obreros, una madrugada neblinosa de 1930. Envuelto en papel de diario, ese sándwich estaba en el bolsillo de una de las víctimas. Escribieron en Crítica Conrado Nalé Roxlo, Nicolás Olivari, Juan Carlos Onetti, Juan L. Ortiz y muchos más. En 1927 Botana contrató a un joven Roberto Arlt, ya autor de El juguete rabioso, para la página policial. Sus jugosas incursiones en el mundo del delito durante ese año dieron material a Arlt para sus obras maestras, Los siete locos y Los lanzallamas. Arlt dejó Crítica para pasar a El Mundo, donde produjo sus Aguafuertes porteñas.
     En 1933 Botana encarga a Jorge Luis Borges y a Ulyses Petit de Murat, crítico de jazz del diario, la dirección de un suplemento literario, la Revista Multicolor de los Sábados, a condición de que Borges, que entonces sólo había publicado poemas y ensayos, escribiera relatos propios. Así, semana a semana, Borges publicó sus cuentos de bandidos y asesinos que en 1935 conformaron el libro “Historia universal de la infamia”.
     El 6 de agosto de 1941 Natalio Botana viajaba en uno de sus varios Rolls Royce cerca de San Salvador de Jujuy. El chofer perdió el control y el coche cayó a un barranco. Cuatro de los pasajeros, entre ellos Edmundo Guibourg, crítico de teatro del diario, resultaron ilesos. A Botana, el golpe le hundió las costillas. Pudo haberse salvado si su entorno hubiera aceptado que lo operara un médico local, pero se empeñaron en que lo hiciera un gran cirujano de Buenos Aires.
     El 7 de agosto expiró Natalio Botana, haciendo la V de la victoria con sus dedos. Su cuerpo fue traído en tren a Buenos Aires y lo velaron en la Avenida de Mayo 1333. Su cortejo fue seguido por una multitud. Junto al féretro fue una guardia de canillitas, entre ellos uno con pierna de madera que con dificultad llegó hasta la Recoleta. En el cine Ideal se estrenaba la película El ciudadano, una exploración en el misterio de un gran editor de diarios. El film de Orson Welles se inspiraba en William Randolph Hearst, magnate de la prensa americana. Pero Hearst había sido nazi, mientras que a Botana, combatiente del fascismo siempre, lo acompañaron en el final las banderas republicanas de los españoles exiliados a los que había ayudado.
      El diario siguió saliendo pero nunca se recuperó de la muerte de su creador. Los pleitos familiares devoraron al vespertino. Alternaron en la dirección Salvadora Medina Onrubia y Raúl Damonte Taborda, político y periodista que se había casado con Georgina “la China” Botana. (N. de O.; Por eso, sus adversarios decían que era “diputado por la China”).   Salvadora fue tentada por Eva Perón, que la apreciaba, pero no se entendieron. El diario fue confiscado y la familia reclamó su devolución hasta que dejó de salir, en 1961.
    Casi todos los protagonistas de estos hechos han muerto salvo alguien que los conoció bien de cerca. Es Georgina Botana, la China, madre del gran Raúl Damonte Botana, “Copi”. Protegida por el silencio, hace muchos años radicada en Francia, ha cumplido 95 años.
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Memoria de un vano fracaso (al estilo de “Georgy” B)

    Doy mis pasos de despedida (hasta mañana) sobre el brillante granito negro, donde elusivos arquitectos dibujaron guardas precolombinas. Saludo a los dos porteros, que sí me son amables, y también paso bajo la arcada de bronce, adónde volveré en 20 hs. Inexorable.
     Ahora salgo al paladar oscuro de la avenida, tromba de vehículos entre sus edificios de humedad negra, perfiles grises por la última luz del atardecer. Aspiro el acre humor de la ciudad y siento detrás de mí el suave run rún de la maquinaria impresora. Ah, que es tan ajena como el rumor y los gritos de sus operarios. Un mundo ajeno.
     Como tampoco es mío ese universo de hombres con los que debo convivir, hablar y trabajar. Me saludan y me respetan, pero yo sé que quién los obliga a eso es el gran jefe, ese hombrón que los mandonea desde su lujosa oficina, pero que baja y alterna sus finas camisas –mangas recogidas con tiras elásticas, como los gangsters americanos—para jugar al póquer con ellos cuando se silencian esas máquinas.
     Oh, yo no sé jugar al póker, me aburre el bridge de mi madre y mis tías, quizá porque en las cartas no hay enigmas y quién distribuye los naipes, secretamente, es un monstruo  misterioso llamado Azar.
     Esos rudos hombres con sus manos sucias de grasa me ven alejarme y yo sé que detrás de sus rostros pétreos hay muecas de burla por mis finos trajes, mis chalecos y corbatas. Hablo a veces con ellos, y ellos me hablan, pero son de una tribu con un dialecto cuyos códigos nunca compartiré, aunque por encima todos envolvamos las palabras con fundas que creemos comprender.
     Y así como hablo usando sonidos engañosos con estos herméticos obreros también mi destino me ha encaminado a ejercer el oficio de periodista, para escribirle a miles de lectores con palabras que ellos creen, pero yo sé son aparentes, falaces. Yo lo sé y alguien más lo sabe, que este vano intento es parte de un mundo donde todo es irreal. Pero a mí, se lo he confesado a Adolfo, lo que me importa es que mis escritos seduzcan al gran jefe, esa mezcla de Al Capone con Scott Fitzgerald.
     Dos tranvías pasan, como descorriendo un telón, y sobre el escenario tumultuoso de la acera de enfrente, allí me está esperando Adolfo, su esbelta silueta tan gallarda. Verdad es que le costaría no ser elegante, con su terno inglés y su desgarbado cuerpo de 18 años. Un petimetre, un fop, un dandy. Cómo se rió cuando lo llamé así tras comprarse un bastón de malaca, todo para impresionar a las hermanas O., precisamente a una de ellas, S.
     Nos sonreímos y nos brindamos amistosas palmadas, amigos, amigos, pese a que le sobrellevo quince años.
     Nos sentamos en el Tortoni a tomar un jerez, que a él no le gusta pero que comparte conmigo como parte de mi ritual previo a la cena. Estos sillones de mimbre que nos envuelven las asentaderas me evocan lejanamente alguna casa de té de Jaipur, donde me acomodaría sobre un sillón de rattan y en vez de ver pasar lentos tranvías quizá caminaran pesadamente elefantes con sus conductores de turbantes rosas.
    Adolfo está furioso, adjetivo difícil de aplicarle a él, siempre de buen humor. Pero su padre le publicó a sus espaldas un libro cuya tapa me muestra. “Menos mal que no le puso mi firma, pues está lleno de errores de imprenta”, me explica. Y lo que debería ser una gran alegría, por eso de editar un libro, no ha resultado ese motivo de regocijo.
     Deposita su sombrero de fieltro gris sobre la mesita. Yo admiro su rostro juvenil lleno de arrugas sonrientes. Pero, de pronto, él me mira, agudamente. Por eso es mi amigo. E indaga:
     --¿Qué te pasa, Jorge?
     Vacilo en mi respuesta. Si me aflojo, quizá esboce un sollozo. Nada varonil para el Tortoni, al anochecer:
     --No me hallo trabajando en el diario. No sé por qué acepté.
     --¡Por el sueldo, amigo! Y porque la recomendación era buena.
     --Oh, te conté que estuve tres días en la Sección Policiales. Menos mal que el jefe supremo se condolió.
     Paladeo el jerez, seco pero suave. Prosigo con mi confesión, mientras él sacude una pelusa de su manga:
     --Un día de éstos me van a llamar para despedirme.. Siento que no tengo con quién hablar. A mi costado se sienta un profesor santiagueño, Abregú, que es experto en idioma quechua. (i) al otro costado lo tengo a Valdovinos, un paraguayo flaco que habla y hasta escribe en guaraní. Y el primer día que me senté en mi escritorio no supe cómo abrirlo, porque tiene un mecanismo extraño donde hay que rebatir parte del tablero para que aparezca  la máquina de escribir, como por arte de magia. Tuve que llamar a un cadete para que me abra este  artilugio.  Entonces me explicó que estos escritorios los había comprado el director en los Estados Unidos, tras haber visitado un diario de allá.
     Adolfito recoge su sombrero y refila su ala con dos dedos y mucha gracia.
     --¿Por qué no pensás que son ellos, quizá  todo el mundo,  quienes no están preparados para entenderte?
     Sonrío. Por eso es mi amigo. Pero es un alivio momentáneo, sé que detrás está mi sensación de total fracaso.
     Comenzamos a caminar hacia el centro, un placer que compartimos, y nos burlamos del nombre que figura en la tapa del libro que debería haber sido su ópera prima.
     Yo le explico que me han pagado mi primer sueldo y que no pensé nunca que me llegaran a remunerar tanto.
     --¿Ves, ves? ¡Es lo que te digo!
     Pero no me convence. Trato de explicarle:
     --¿Sabés por qué me quedo? ¿Sabés qué cosa me atrae?
     --¡Las charlas con Ezequiel o con Ulyses!
     --¿Con “y” griega o con “i” latina?
     --¡Con la griega, que es la que eligió para diferenciarse del padre!
     Reímos. Menos mal que interrumpimos este cambio de interrogaciones. Y que no  proseguimos  diciendo alguna tontería sobre ese hijo que para diferenciarse del padre elige una letra y no una obra.
     --Bueno,  bueno, pero explicame cuál es esa cosa que te atrae del diario…
     --¡Es el archivo! Es un gran almacén lleno de sobres papel madera donde se guardan datos y fechas, historias, un depósito increíble. La encargada es una señora alemana, Tony, muy eficiente, que me consigue sobre con las historias más alocadas. Toda la historia sangrienta y más reciente de la humanidad, los próceres y los asesinos más terribles. A veces creo que solamente con trascribir lo que dicen esos sobres se podría escribir un libro  con verdades  espantosas, tremendas.
     Pero llegamos a la calle de mi casa. Nuestros diálogos, no importa lo trascendentes que nos parezcan,  se encuadras y nacen o terminan según la geografía urbana. Adolfo se va con sus amigos y yo entro para cenar con mi madre.
    Sigo triste.
                                                                                              Buenos Aires, 1934

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N. del R.: Los personajes y situaciones que trato de representar son (o han sido)  reales. A Jorge lo identifico como a J. L. Borges; Adolfo es A. Bioy Casares: el jefe es Natalio Botana; Toni era la encargada del archivo; Abregú fue Carlos Abregú Virreyes; y Valdovinos, Néstor Romero; Ulyses fue Petit de Murat, y Ezequiel fue Koremblit.  Como siempre, no invento nada, trato de hacer crónicas.
      Oscar Fernández Real


domingo, 22 de septiembre de 2013

Cap.5 - Bajada en balsa desde Iguazú hasta Bs. As.

(1956) Astillero bajo la lluvia. Secreto de todo un pueblo. Vino y cerveza para la democracia.. Las polillas no saben nadar. Héroe ignorado del Río de la Plata. Campeón nadador que casi no sabe nadar.  Ladrones de gallinas. Planeando la fuga.  Un audaz militar de apellido  Videla  capturó él solo todo un pueblo y luego lo estafó. “De eso no se habla”. El chasco de una balsa que no flota. El Prefecto nos acosa. Primera y última zambullida de altura peligrosa. Como robarle a la policía ´naval. La fuga como salida.

 Astillero bajo la lluviaYa llevamos quince días en Puerto Iguazú. Todavía nuestra balsa es un proyecto, que demoran la lluvia y otras circunstancias. Tenemos hambre, mucha hambre. Pero no tanta como para que nuestra vergüenza nos permita pedir ayuda. Sigue la lluvia y , al menos, continuamos alojados en un pequeño cuarto del viejo edificio de madera y chapa de la Prefectura de Puerto Iguazú. Hasta ahora podemos dormir en dos catres metálicos sobre unas colchonetas mugrientas. Después nos enteramos que esta es la celda para presos.
El edificio está situado en medio de la barranca boscosa que sube desde el puerto hasta las primeras calles del pueblo. Hacia abajo vemos las aguas negras del río Iguazú, que en realidad son absolutamente transparentes pero como también son profundas, parecen un cauce oscuro. Cuando venga la época de las lluvias, las cataratas desprenderán un caudal mucho mayor pero también de color marrón, por los sedimentos que se arrastrarán desde las tierras del interior del Brasil. Un marinero nos informa que este puerto tiene cinco muelles, separados entre sí por una altura de treinta y cinco metros. “Se utilizan todos a lo largo del año, pues esta es la altura que crece el Iguazú cuando llueve”.(por ejemplo, el viernes 10 de junio de 1983 llegó a 32,92 metros y seguía creciendo). Increíble, que un río varíe su nivel tanto como la altura de un edificio de once pisos, debe ser caso único en el mundo, pienso.  Enfrente, vemos el embarcadero rudimentario que usan las canoas que cruzan hacia Foz de Iguazú, la gran ciudad brasileña situada a unos diez kilómetros pero sobre el cercano río Paraguay.

Perfil de Puerto Iguazú con su camino en zigzag que recorre los cinco muelles situados a distintas alturas. Por allí bajamos la jangada, que armamos con solamente cinco troncos de distintos largos


Viene a tomar mate con nosotros un muchacho joven de apellido Manzone que trabaja como “cubicador” de un obraje maderero. Este es un trabajo muy particular y muy bien pago, nos  explica, pues se trata de calcular previamente –y para eso hay que meterse en medio del monte virgen-- las características y rendimiento de alguna arboleda que se piense aserrar, en las áreas permitidas para eso. Lo más difícil es prever la apertura de “picadas” para sacar los troncos allí cortados.  Este muchacho es un porteño de Ramos Mejía y nos comenta .que probablemente se vaya a Sudáfrica,, en donde le ofrecen una mejor remuneración.

 El secreto de todo un pueblo
Mientras mateamos, nos cuenta de un secreto colectivo que abruma a todo el pueblo, incluido él mismo. “Es una vergüenza colectiva, de eso no se habla, ni se les ocurra comentar esto que les voy a contar”. Por supuesto, lo animamos a que revele este secreto. Y aquí lo cuento, como se hace con todo secreto.
Se trata de una insólita situación que ocurrió aquí  unos cuatro meses atrás, cuando en Buenos Aires y el resto del país transcurrían las pugnas por la “Revolución Libertadora” que derrocó a Perón. Acá, en el Iguazú, todo estaba tranquilo, aunque llegaban con mucha dificultad -- por radios brasileñas y una paraguaya --las noticias sobre “operaciones de limpieza” de la lucha que se desarrollaba en Córdoba y Bahía Blanca.  .
Hasta que una tarde, proveniente del territorio brasileño,  subió por este embarcadero un hombre joven, de porte autoritario y vestido con una especie de camisa militar. Se presentó ante el adormilado marinero de guardia y le ordenó que lo acompañara hasta la oficina donde también dormitaba la siesta un joven oficial de la Prefectura. El recién llegado se dio a conocer como “capitán Videla”, dijo que era jefe de un “comando civil” (grupos de activistas antiperonistas que tuvieron mucha actuación en esos días) y señaló que era sobrino del general Videla Balaguer, que se había rebelado contra Perón. Imperiosamente les exigió a los dos uniformados que tomaran sus armas y le sirvieran como custodia para presentarse ante la Gendarmería, la policía y otras autoridades.

 CUATRO MESES ATRÁS: “OPERACIONES DE LIMPIEZA”
Jefes revolucionarios y civiles armados en Córdoba (septiembre de 1955, cuatro meses antes de nuestro viaje), cuando ocurrieron en Puerto Iguazú los sucesos aquí relatados. A la derecha en la foto, con manos en el cinturón, está el general Videla Balaguer (“Mi amigo Videlita no me va a traicionar”, se ilusionaba Perón) de quien el supuesto “comando civil” que copó el pueblo misionero se decía sobrino.

El recién llegado afirmó perentoriamente que tenía órdenes de copar este pueblo para las fuerzas revolucionarias y que todos debían acatar las directivas de la jefatura del Ejército en Buenos Aires. Como por entonces había muchas dificultades para comunicarse por radioteléfono con la Capital Federal y también con Posadas, todos fueron aceptando las disposiciones urgidas por el nuevo jefe. Así, sucesivamente se pusieron a sus órdenes los pocos efectivos armados destacados en ese lugar.
El capitán Videla inmediatamente se hizo  de las instalaciones del gobierno municipal y convocó a las “fuerzas vivas” del pueblo –comerciantes, el sacerdote, empleados de dependencias estatales, dos jueces, el jefe del Registro Civil y toda persona representativa-- , para lo cual recurrió a un vehículo con altoparlantes que habitualmente voceaba propaganda, como era habitual en pueblos del interior. Pronto se reunieron curiosos y varios vecinos frente a la plazoleta del municipio.
Entonces, el convocante se autoproclamó jefe municipal y expresó su satisfacción por el apoyo que todos los allí presentes le prestaban, destacando que esto evidenciaba la fé democrática y antidictatorial de los pobladores. A continuación invitó a los oyentes a que participaran en una cena para festejar la proclamación de la democracia en este lejano poblado, sugiriendo que la reunión se celebrara en el nuevo hotel de turismo. Esta invitación fue recibida con entusiasmo por la concurrencia y en medio de la euforia nadie – y tampoco el hotelero—consideró el pequeño detalle sobre el pago de esta comida. 
Pronto todo fue alegre confusión ante el advenimiento de la democracia y nadie parecía dispuesto a oponerse al entusiasmo general. Hubo algunos comerciantes que invitaron a celebrar brindis con cerveza y esto pareció despertar una competencia entre quienes expresaban mejor su adhesión al nuevo gobierno.

 Vino y cerveza para la democracia
Al caer la noche unas cuarenta personas trataban de acomodarse en las mesas que había dispuesto el concesionario del hotel. En vez de comida se sirvieron sandwiches y una austera picada, pero en cambio hubo vino y cerveza repartidos con generosidad. En ese momento,, el capitán Videla ofreció brindis sucesivos, por la Patria, por la libertad, la democracia, por el pueblo y por la Virgen, que todos corearon con fervor.
En un aparte celebrado por quienes encabezaban la mesa, el capitán hizo notar que era necesario contar con algo de dinero en efectivo, porque en el Municipio  había una cantidad de fondos que no alcanzarían para los primeros gastos del nuevo gobierno municipal. Esto se solucionaría  apenas asumieran los nuevos mandantes en Posadas y giraran las partidas correspondientes. Era el momento de que cada uno adoptara una decisión patriótica, explicó Videla, y para dar el ejemplo sacó de su bolsillo unos billetes y los colocó en una caja de cartón, instando a que todos siguieran su ejemplo.  Nadie quiso quedarse atrás, había que ser generoso con la nueva instancia democrática, señalaron varios de los oradores que hicieron culminar la reunión con fogosas proclamas.
 Antes de cerrar el festejo, el capitán pidió que a primera hora del día siguiente se le facilitara el traslado para presentar su informe a las nuevas autoridades que asumieran en la capital de la provincia. “Diré que acá todo está arreglado y que hay pleno apoyo a la revolución democrática”, aseguró, para tranquilizar a los concurrentes.
Así hizo el capitán Videla, que partió al salir el sol para recorrer los caminos de tierra que llevaban hacia Posadas. Pero nada más se supo de él ni de los fondos que llevaba en la caja de cartón donde se depositó la recaudación. En medio de la confusión que imperaba en todo el país el fugaz mandatario del recién “liberado”  Puerto Iguazú desapareció y nunca   más se supo sobre su persona o el dinero aportado..
Cuando pasaron varios días y en el pueblo se comenzó a tomar conciencia de la estafa, nadie quiso reconocer que había aportado para la causa del “capitán Videla”.

 Las polillas no saben nadar (del diario de viaje)
Bajo los gruñidos desaprobatorios del viejo Ismael (“Esta hangada debía ser atada con isipó, una liana que al ser cortada muestra un núcleo dibujado en cruz”, rezongaba) una grúa del taller del Parque alza y coloca los troncos de la recién armada balsa sobre un trailer que el tractor va remolcando hacia la rampa del puerto.
Es domingo 29 de enero y luego de varios días de lluvia, cuando nos acercamos al agua del río mucha gente se va aproximando al muelle para ver la botadura de la balsa. Varios voluntarios se prestan para ayudarnos a bajar la almadía hasta el nivel del agua. Cuando queda flotando y nos aprestamos a subir a bordo, muchos aplauden y gritan, a lo que contestamos con gestos de nuestros brazos. Según un cálculo que hice en base a la densidad de la madera –tres troncos de timbó, uno de cedro y otro de madera no identificada—yo había previsto que la madera flotaría hasta la mitad de su volumen.
Así ocurrió. Hasta que nos subimos a bordo. Entonces, con pequeños pero nutridos burbujeos, la balsa comenzó a hundirse bajo nuestro peso hasta quedar semisumergida, pero bajo el nivel del agua. Las polillas de la madera habían hecho bien su trabajo, imperceptible desde el exterior.
Entre la concurrencia hubo risas, bromas y algún abucheo, pero pronto la gente se alejó, llevándose su decepción. En cambio, la nuestra (la decepción) quedó allí, flotando apenas nos bajamos de la balsa.
Decidimos aumentar la flotabilidad con gruesas cañas de bambú, pero estas también estaban apolilladas y solucionaron muy poco del problema

 Un Prefecto enemigo
Entonces se produce un cambio en la actitud del Prefecto y, como no puede oponerse a las órdenes escritas por sus superiores de la Capital de prestarnos todo el apoyo posible, comienza a obstaculizarnos el trámite de la partida. Dice (y tiene razón) que esta balsa no será maniobrable y que seríamos un obstáculo para la navegación de otros barcos, ya que resultaremos incapaces de movilizar esta precaria armazón. También nos exige que construyamos una cabina o refugio para el sol y la lluvia.
Además nos reclama aprobar un examen de remo en unos pesados botes, condición que apenas satisfacemos por nuestra debilidad y por la poca aptitud que tenemos como remeros. Desde uno de los muelles el oficial nos grita la orden de salida y con evidente mala voluntad nos toma el tiempo a los gritos. Luego nos pide que aprobemos un examen de natación tras una zambullida desde uno de los muelles del puerto. Cuando aceptamos realizarlo hay una condición que nos hace dudar, ya que el salto deberá hacerse desde 18 metros.
Toto jugando al pirata en una barcaza amarrada al puerto con su ojo vendado por la picadura.
Abajo, los oficiales de la Prefectura: Joaquín Neyra, (el jefe, a la izquierda) y Clodomiro Dos Santos
El Prefecto nos advierte sonriendo que si nunca realizamos un salto de tanta magnitud no nos convendrá arriesgarnos a sufrir un traumatismo por el choque contra las aguas. Yo lo más que había saltado desde un trampolín fueron unos seis metros desde lo alto a una de las piletas de Ezeiza  por lo que, cuando subimos hasta el muelle de hormigón, quedé estupefacto por la gran altura que había hasta el agua.. Desde allí estábamos más alto que los mástiles de las barcazas amarradas.
Desesperados, con Toto nos estimulamos con palabras trémulas. Si lo intentábamos sentados, al caer podríamos descolocarnos las caderas. La cosa entonces era correr hasta el borde sin mirar hacia abajo y luego zambullirnos manteniendo nuestras manos y brazos juntos delante de la cabeza, para penetrar mejor en el agua. Este Prefecto imbécil no podría más que nuestra animosa voluntad. Algunos marineros se asomaron por la borda de los buques para vernos saltar.. .
Desde lo alto nuestro horizonte es el borde de la plataforma de hormigón. Más abajo se aprecian las arboledas que marginan al río Iguazú y los cascos de dos barcos, al costado de donde nos zambulliremos. Jactanciosos pero trémulos, nos damos la mano y correteamos hasta el borde del vacío, donde saltamos dando la curva de una zambullida para caer verticales, con manos y brazos extendidos hacia abajo.
Un verdadero y desesperado salto al vacío, con los cascos de las barcazas muy abajo.
Siempre recuerdo esa sensación de estar cayendo en una distancia altísima, tan larga que parecía inacabable. Esto me hizo cometer un error, pues abrí los ojos (porque no me parecía real que aún no hubiera llegado a entrar en el agua) al caer desde el punto de partida, allá arriba y atrás en fracciones de segundo. Iba cayendo y alcancé a ver  que  todavía  me  faltaba  tiempo   para  tocar  el  líquido transparente  donde  flotaban varios
 
Luego de la zambullida y con tremendo susto emergemos de la profundidad, mientras vemos los cascos de barcos flotando en el agua transparente.

esos grandes barcos, al costado de donde caíamos.  Sorprendido, exhalé el aire que había llenado mis pulmones antes de saltar, y cuando entré en la profundidad, comprobé que mi impulso me seguía hundiendo, sin que pudiera concretar mis esfuerzos  para volver a salir a la superficie. Aterrado, abrí los ojos bajo el agua, ya sin aliento y alcancé a ver muy arriba, demasiado arriba,  los grandes cascos que flotaban en el líquido transparente. Con frenéticas manotadas por fin pude recuperarme y asomarme al aire que me reviviría. Muy cerca, afloró la cabeza chorreante de Toto, desorbitado y dando bocanadas, como yo.

  Héroe ignorado del Río de la Plata
El relato de nuestros saltos se corrió por el pueblo, quizá adornado por otras fantasías populares. Siempre había chicos y muchachos observando nuestro trabajo sobre la balsa, todavía en pañales. Una tarde advertí que cada movimiento mío era seguido con un interés especial por nuestros espectadores. Y cuando yo a veces me metía en el agua para refrescarme del intenso calor, todos gritaban y algunos aplaudían. Al comentarle esto a mi amigo, él se sonrió y me dijo: “Ah, es una broma que le hice a la gente diciéndole que vos sos un campeón olímpico y que cruzaste el Río de la Plata nadando con una sola mano”.
Uh, esto me complicó la vida, porque ahora todos se la pasaban observándome y, cada vez que me metía en el agua hasta la rodilla para seguir trabajando sobre la armazón de troncos, comenzaban a aplaudirme: “¡Déle, don, nádese un poquito!”  A mí, que apenas podía dar unas brazadas tipo perro.

  Ladrones de gallinas
Otro problema serio era el hambre. Mate cocido, tereré, mandioca y arroz en mínimas raciones eran los ingredientes de nuestro menú cotidiano, y esto nos provocaba mucha debilidad y cierta avitaminosis. Un atardecer estábamos en la galería de la Prefectura y , de pronto,  verificamos que en la parte trasera del edificio había muchos pollos y gallinas sueltos, que pertenecían evidentemente al personal de la Prefectura, ya que no había otras casas en las cercanías.
Con un cajón de frutas, un palito y un largo hilo, armamos una trampa en la que usamos como cebo algunas migas de nuestras galletas. Disimulando, para que el marinero de guardia no nos descubra, sostenemos tenso el fino cordel de una línea para pescar (estamos a cien metros del agua) y vamos arrojando las migas para que formen una hilera hasta debajo del cajón, inclinado y sostenido así por el palo. Tras algunos intentos frustrados, por fin conseguimos apresar una de las aves. Calladamente la mantuvimos allí hasta que comenzó a oscurecer.
No teníamos experiencia en robar gallinas pero la desesperación nos orientó. Yo metí una mano bajo el cajón y tuve suerte de aferrar el cogote del ave antes que lanzara algún cacareo. Apretándola, me dirigí a las letrinas de la dependencia naval manteniéndola contra mi cuerpo y bajo la camisa. Cerré la puerta del sanitario y transpirando por los nervios y el calor, la sacudí y retorcí su cuerpo hasta matarla, como había visto alguna vez  Luego, y mientras los piojos me caminaban por los brazos, procedí a arrancarle como pude las plumas más grandes de las alas y la cola, que arrojé al pozo de la letrina.
Me duché con la rudimentaria regadera que estaba colocada de una madera (las letrinas no tenían techo)  y enjuagué el cuerpo aún tibio del ave, que llevé al cuarto donde esperaba mi compañero. Entonces procedimos a abrir nuestra captura, limpiando por primera vez (nunca lo habíamos hecho) las vísceras de nuestra presa. Recorté los menudos, hígado, corazón y panza, para aprovecharlos.  Muy hervida y recocida, esta desprevenida gallina (que habíamos robado a la misma autoridad policial de la frontera) nos sirvió para enriquecer nuestra exigua alimentación.
Por otro lado, la balsa ya estaba lista. Hicimos un atado con cañas de bambú que utilizaríamos más adelante para armar un tinglado y sobre ellas colocamos una bolsa grande de polietileno para mantener protegidas en un atado algunas prendas. Pero el Prefecto no parecía dispuesto a autorizar nuestra salida. Por chimentos de los marineros supimos que esperaba desalentarnos para hacernos regresar a Posadas en alguno de los buques que zarparan con ese destino.

 Planeando la fuga
“La suerte está echada”, dijimos entonces, muy dramáticamente. Deberíamos escapar como pudiéramos y lo más pronto posible. Calculamos que lo mejor sería partir a primera hora de la siesta, pues hasta que este funcionario se levantara al atardecer, contaríamos con cuatro o cinco horas antes que descubriera nuestra huída.
Así lo hicimos. Con dos tablitas de un cajón de fruta nos fabricamos unas pequeñas paletas o remos,  compramos carnaza que cortamos en trozos y los salamos (así tendríamos charque al secarlo al sol) y un gran ananá. Teníamos solamente un cuchillo de caza, buenas cartas de navegación, una brujulita de plástico, fósforos y una linterna, todo nuestro equipamiento.
Entonces comenzaría verdaderamente nuestra aventura.

Oscar Fernandez Real
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            (Próxima nota: Huimos de la Prefectura en un submarino de troncos)

Aventuras de cabina (I)

En aviones rusos

     No es porque se trate de un amigo, pero creo que nunca leí tan buena nota sobre el vuelo a bordo de un avión moderno como el estupendo relato que hizo Federico Kirbus cuando el Concorde llegó a Buenos Aires. Por eso, mis relatos sobre vuelos en distintos aviones –seguramente entre cincuenta a cien—llegan apenas al nivel de anécdotas, pero creo que tienen su interés.
    El otro día, Héctor Cordeiro, un gran conocedor en temas aeronáuticos, me envió un material sobre el avión ruso Tupolev 114, un gigantesco cuatrimotor a turbohélice. Con Cordeiro casualmente coincidimos en haber estudiado en el colegio industrial de aviación “Jorge Newbery” y por eso sus envíos son muy bien recibidos.  Precisamente, este correo me hizo recordar mis experiencias en vuelo por la entonces Unión Soviética y hasta una casi insólita entrevista con varios de los pilotos de Aeroflot en el aeropuerto de Shemeretievo, en proximidades de Moscú.
     Mi primer contacto con una máquina rusa fue el 6 de junio de 1980 en Ezeiza cuando nos acomodamos casi a los empujones en un cuatrijet Ilyushin 62, con sus cuatro motores dispuestos en línea y cerca de la cola, como el desafortunado VC 10 de los ingleses.
    Con mi mujer, entonces fotógrafa de la revista “Clarín”,  no íbamos como turistas sino que participábamos en un viaje auspiciado por la firma Dufour para fotografiar y filmar a tres modelos  que presentarían ropas deportivas en distintos escenarios de ciudades soviéticas y de Lituania. Los organizadores del viaje –uno era el promotor y periodista César Mansilla—debían completar un cupo de unas veinte pasajeros para figurar como “charter” y así acceder a algunas ventajas que ofrecía la aerolínea Aeroflot.

El Il-62 tenía 4 motores  y era muy parecido al británico VC 10, aunque de mejor rendimiento y mayor capacidad

  
     Como en todo viaje, pudimos descubrir más cosas que las que pensábamos, pero en este destino nosotros íbamos fuertemente prejuiciados porque nuestro conocimiento de lo que entonces era la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, URSS, se basaba en los medios y el cine norteamericanos. Por eso, y al margen de toda cuestión ideológica o política, el trato directo con personas comunes y corrientes de pueblos situados detrás de lo que se llamó la “cortina de hierro” nos deparó muchas sorpresas.
     Esa partida desde Ezeiza nos hizo sonreír, tan divertidos como sorprendidos. Porque los empleados rusos de la empresa Aeroflot que intentaron acomodarnos rápidamente dentro del Il-62 (lo llamaban “la salchicha”) nos activaban  riéndose: “Vamos, vamos, que si no se apuran vienen los de la KGB”. Nosotros pensábamos que el nombrar tan irrespetuosamente a estas siniestras iniciales les podía deparar a estos irresponsables un terrible futuro en un campo de la Siberia soviética.  Pero ellos no parecían preocuparse por eso. 
      Eso debe destacarse, pues en 1980  faltaban 5 años para que Gorbachov lanzara su política de “glasnot”, ese deshielo que se expresaría en lo económico con la perestroika” y que culminaría con la caída del Muro de Berlín en 1989.
     No era fácil entrar a la URSS pero tampoco era imposible. En 1980 ingresaron allí entre 3 y 4 millones de turistas de todo el mundo, superando trámites menos flexibles que en Europa, Asia  y América Latina. Por ejemplo, para obtener el visado se exigían fotos en blanco/negro y no se aceptaban las de color, que estaban comenzando a utilizarse en todo el mundo. Y cuando se entraba a países de la órbita socialista había que presentar una intimidante declaración jurada para prevenir la venta clandestina de divisas occidentales. En cuanto a algunas características que no resultaban muy agradables para los visitantes europeos o americanos figuraban la gastronomía,  la compra de souvenires o el nivel de los sanitarios públicos. En cambio, la calidad de los hoteles de primera línea era excelente y el funcionamiento de los transportes también resultaba eficiente.
     Pero en otra nota me referiré al turismo detrás de la Cortina de Hierro. Ahora seguiré con la narración de algunas aventuras de cabina en aviones rusos y en aeropuertos de la entonces URSS.

     El vuelo Buenos Aires-Moscú demoraba entonces más de 20 hs., porque hacía escalas en aeropuertos poco conocidos del entonces llamado “Tercer Mundo”. Para compensar este fatigoso itinerario, la Aeroflot ofrecía una promoción según la cual los pasajeros que quisieran llegar hasta otras ciudades de Europa recibían una estadía gratuita de dos días en Moscú, con hoteles y una excursión ciudadana también gratuita.     Ese vuelo despegó a las 19,35 e hizo escalas en sitios poco conocidos y hasta exóticos, como Recife (Brasil), islas de Cabo Verde (frente a Africa y tras cruzar el Atlántico), Trípoli (Libia) y Budapest (Hungría).     Tímidamente, y tras algunas horas de vuelo, le pedí a una azafata permiso para visitar la cabina de pilotaje, cosa a la que accedió –para mi sorpresa-- sin mayores inconvenientes.  Ni me hizo falta explicarle que yo era “yournalist”  (periodista en el chamuyo internacional)  y  rápidamente  ingresé a eso que yo consideraba podría ser un área secreta de los rusos, prohibida  a los ojos de un probable espía occidental. Sorpresa. Los pilotos casi me recibieron con amable jovialidad y me dieron una breve explicación, mezclando palabras en inglés con otras en español, por lo que tampoco entendí nada.  Por lo que ví, el instrumental y los comandos no diferían en mucho de lo que pudiera mostrar cualquier avión de esa época, aunque –obviamente—los letreros estaban en caracteres cirílicos. En un lateral estaba el tablero del ingeniero de vuelo, que además de controlar los motores y los sistemas accesorios, también ejercía el rol de navegante y radiocomunicador.
     Me llamó la atención que no hubieran puertas cerradas entre la cabina y el resto de los pasajeros, apenas unas cortinas de tela barata. El interior era de terminación algo tosca y el servicio era eficiente, sin exceso de sonrisas por parte de las azafatas (algunas un poco robustas).   

Las feas gorras de plato de Aeroflot por su forma semejaban a las de los guardas ferroviarios argentinos


     A las 2 hs de salir de Recife y al servirse el desayuno, las azafatas y algunos tripulantes ofrecieron una curiosa ceremonia, que era el cruce del Ecuador, como se hacía en los cruceros por mar. Hubo un pequeño brindis con jerez (se nos aclaró que esto era una excepción, porque en Rusia se había iniciado una fuerte campaña contra el consumo de alcohol) y se repartieron unos grandes diplomas que el propio comandante firmó.

     En la escala de Dakar, que reemplazó a la de las islas de Cabo Verde, nos llamaron la atención los nativos de larguísimos cuellos, resaltados por una serie de collares metálicos.  Cuando nos escucharon hablar, los vendedores de baratijas comenzaron a decirnos "chéee" y “macanuuudo”, alargando las vocales al estilo argentino.

Los aviones  rusos de los años 60 tenían los domos de radar y las proas acristaladas, como los bombarderos, cosa que facilitaba la visibilidad.


      Durante el vuelo los pilotos dieron breves informaciones para indicar que sobrevolábamos el Sahara y –tras la escala en Trípoli, donde abundaron los turbantes y souvenires árabes—el cruce de la bota de Italia a gran altura. Se señaló a Bologna y Zagreb, antes de aterrizar en Budapest, en un larguísimo itinerario que casi sumó 23 horas.
     Aterrizamos en el enorme aeropuerto de Sheremetievo, en Moscú, y antes de mi regreso tuve oportunidad de protagonizar una conferencia de prensa con cuatro pilotos de Aeroflot, en inesperada respuesta a una solicitud que hice ante un funcionario de la firma, informando ahora sí, que era periodista de un diario argentino.
      Pero éste será tema de otra nota, cuando me refiera al otro viaje que hice diez años después en el “Jumbo” soviético, el gigante Il-86.

El pintoresco diploma que certifica el cruce del Ecuador en aviones de Aeroflot

  

     PARA LA HISTORIA:  Aeroflot en 1942, aeropuerto de Moscú, el sextimotor Tupolev ANT-20bis .  Llevaba 72 pasajeros y 8 tripulantes, pesando 42 toneladas. Reemplazó con sus motores más potentes  al Tupolev ANT 20 de ocho motores (dos en una misma góndola sobre el fuselaje) y desde su lanzamiento en 1938 se caracterizó por su revestimiento coarrugado tipo Junkers.   A partir del año 2009 la aerolínea rusa, ahora con capital en parte privado, sustituyó a sus grandes aviones de fabricación rusa por Airbus y Boeing de fuselaje ancho, por resultarles de rendimiento  más económico.  Pero también ese año, por órdenes del gobierno, adquirió aviones de tamaño mediano de fabricación rusa para sus rutas internas.


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