domingo, 22 de septiembre de 2013

Cap.5 - Bajada en balsa desde Iguazú hasta Bs. As.

(1956) Astillero bajo la lluvia. Secreto de todo un pueblo. Vino y cerveza para la democracia.. Las polillas no saben nadar. Héroe ignorado del Río de la Plata. Campeón nadador que casi no sabe nadar.  Ladrones de gallinas. Planeando la fuga.  Un audaz militar de apellido  Videla  capturó él solo todo un pueblo y luego lo estafó. “De eso no se habla”. El chasco de una balsa que no flota. El Prefecto nos acosa. Primera y última zambullida de altura peligrosa. Como robarle a la policía ´naval. La fuga como salida.

 Astillero bajo la lluviaYa llevamos quince días en Puerto Iguazú. Todavía nuestra balsa es un proyecto, que demoran la lluvia y otras circunstancias. Tenemos hambre, mucha hambre. Pero no tanta como para que nuestra vergüenza nos permita pedir ayuda. Sigue la lluvia y , al menos, continuamos alojados en un pequeño cuarto del viejo edificio de madera y chapa de la Prefectura de Puerto Iguazú. Hasta ahora podemos dormir en dos catres metálicos sobre unas colchonetas mugrientas. Después nos enteramos que esta es la celda para presos.
El edificio está situado en medio de la barranca boscosa que sube desde el puerto hasta las primeras calles del pueblo. Hacia abajo vemos las aguas negras del río Iguazú, que en realidad son absolutamente transparentes pero como también son profundas, parecen un cauce oscuro. Cuando venga la época de las lluvias, las cataratas desprenderán un caudal mucho mayor pero también de color marrón, por los sedimentos que se arrastrarán desde las tierras del interior del Brasil. Un marinero nos informa que este puerto tiene cinco muelles, separados entre sí por una altura de treinta y cinco metros. “Se utilizan todos a lo largo del año, pues esta es la altura que crece el Iguazú cuando llueve”.(por ejemplo, el viernes 10 de junio de 1983 llegó a 32,92 metros y seguía creciendo). Increíble, que un río varíe su nivel tanto como la altura de un edificio de once pisos, debe ser caso único en el mundo, pienso.  Enfrente, vemos el embarcadero rudimentario que usan las canoas que cruzan hacia Foz de Iguazú, la gran ciudad brasileña situada a unos diez kilómetros pero sobre el cercano río Paraguay.

Perfil de Puerto Iguazú con su camino en zigzag que recorre los cinco muelles situados a distintas alturas. Por allí bajamos la jangada, que armamos con solamente cinco troncos de distintos largos


Viene a tomar mate con nosotros un muchacho joven de apellido Manzone que trabaja como “cubicador” de un obraje maderero. Este es un trabajo muy particular y muy bien pago, nos  explica, pues se trata de calcular previamente –y para eso hay que meterse en medio del monte virgen-- las características y rendimiento de alguna arboleda que se piense aserrar, en las áreas permitidas para eso. Lo más difícil es prever la apertura de “picadas” para sacar los troncos allí cortados.  Este muchacho es un porteño de Ramos Mejía y nos comenta .que probablemente se vaya a Sudáfrica,, en donde le ofrecen una mejor remuneración.

 El secreto de todo un pueblo
Mientras mateamos, nos cuenta de un secreto colectivo que abruma a todo el pueblo, incluido él mismo. “Es una vergüenza colectiva, de eso no se habla, ni se les ocurra comentar esto que les voy a contar”. Por supuesto, lo animamos a que revele este secreto. Y aquí lo cuento, como se hace con todo secreto.
Se trata de una insólita situación que ocurrió aquí  unos cuatro meses atrás, cuando en Buenos Aires y el resto del país transcurrían las pugnas por la “Revolución Libertadora” que derrocó a Perón. Acá, en el Iguazú, todo estaba tranquilo, aunque llegaban con mucha dificultad -- por radios brasileñas y una paraguaya --las noticias sobre “operaciones de limpieza” de la lucha que se desarrollaba en Córdoba y Bahía Blanca.  .
Hasta que una tarde, proveniente del territorio brasileño,  subió por este embarcadero un hombre joven, de porte autoritario y vestido con una especie de camisa militar. Se presentó ante el adormilado marinero de guardia y le ordenó que lo acompañara hasta la oficina donde también dormitaba la siesta un joven oficial de la Prefectura. El recién llegado se dio a conocer como “capitán Videla”, dijo que era jefe de un “comando civil” (grupos de activistas antiperonistas que tuvieron mucha actuación en esos días) y señaló que era sobrino del general Videla Balaguer, que se había rebelado contra Perón. Imperiosamente les exigió a los dos uniformados que tomaran sus armas y le sirvieran como custodia para presentarse ante la Gendarmería, la policía y otras autoridades.

 CUATRO MESES ATRÁS: “OPERACIONES DE LIMPIEZA”
Jefes revolucionarios y civiles armados en Córdoba (septiembre de 1955, cuatro meses antes de nuestro viaje), cuando ocurrieron en Puerto Iguazú los sucesos aquí relatados. A la derecha en la foto, con manos en el cinturón, está el general Videla Balaguer (“Mi amigo Videlita no me va a traicionar”, se ilusionaba Perón) de quien el supuesto “comando civil” que copó el pueblo misionero se decía sobrino.

El recién llegado afirmó perentoriamente que tenía órdenes de copar este pueblo para las fuerzas revolucionarias y que todos debían acatar las directivas de la jefatura del Ejército en Buenos Aires. Como por entonces había muchas dificultades para comunicarse por radioteléfono con la Capital Federal y también con Posadas, todos fueron aceptando las disposiciones urgidas por el nuevo jefe. Así, sucesivamente se pusieron a sus órdenes los pocos efectivos armados destacados en ese lugar.
El capitán Videla inmediatamente se hizo  de las instalaciones del gobierno municipal y convocó a las “fuerzas vivas” del pueblo –comerciantes, el sacerdote, empleados de dependencias estatales, dos jueces, el jefe del Registro Civil y toda persona representativa-- , para lo cual recurrió a un vehículo con altoparlantes que habitualmente voceaba propaganda, como era habitual en pueblos del interior. Pronto se reunieron curiosos y varios vecinos frente a la plazoleta del municipio.
Entonces, el convocante se autoproclamó jefe municipal y expresó su satisfacción por el apoyo que todos los allí presentes le prestaban, destacando que esto evidenciaba la fé democrática y antidictatorial de los pobladores. A continuación invitó a los oyentes a que participaran en una cena para festejar la proclamación de la democracia en este lejano poblado, sugiriendo que la reunión se celebrara en el nuevo hotel de turismo. Esta invitación fue recibida con entusiasmo por la concurrencia y en medio de la euforia nadie – y tampoco el hotelero—consideró el pequeño detalle sobre el pago de esta comida. 
Pronto todo fue alegre confusión ante el advenimiento de la democracia y nadie parecía dispuesto a oponerse al entusiasmo general. Hubo algunos comerciantes que invitaron a celebrar brindis con cerveza y esto pareció despertar una competencia entre quienes expresaban mejor su adhesión al nuevo gobierno.

 Vino y cerveza para la democracia
Al caer la noche unas cuarenta personas trataban de acomodarse en las mesas que había dispuesto el concesionario del hotel. En vez de comida se sirvieron sandwiches y una austera picada, pero en cambio hubo vino y cerveza repartidos con generosidad. En ese momento,, el capitán Videla ofreció brindis sucesivos, por la Patria, por la libertad, la democracia, por el pueblo y por la Virgen, que todos corearon con fervor.
En un aparte celebrado por quienes encabezaban la mesa, el capitán hizo notar que era necesario contar con algo de dinero en efectivo, porque en el Municipio  había una cantidad de fondos que no alcanzarían para los primeros gastos del nuevo gobierno municipal. Esto se solucionaría  apenas asumieran los nuevos mandantes en Posadas y giraran las partidas correspondientes. Era el momento de que cada uno adoptara una decisión patriótica, explicó Videla, y para dar el ejemplo sacó de su bolsillo unos billetes y los colocó en una caja de cartón, instando a que todos siguieran su ejemplo.  Nadie quiso quedarse atrás, había que ser generoso con la nueva instancia democrática, señalaron varios de los oradores que hicieron culminar la reunión con fogosas proclamas.
 Antes de cerrar el festejo, el capitán pidió que a primera hora del día siguiente se le facilitara el traslado para presentar su informe a las nuevas autoridades que asumieran en la capital de la provincia. “Diré que acá todo está arreglado y que hay pleno apoyo a la revolución democrática”, aseguró, para tranquilizar a los concurrentes.
Así hizo el capitán Videla, que partió al salir el sol para recorrer los caminos de tierra que llevaban hacia Posadas. Pero nada más se supo de él ni de los fondos que llevaba en la caja de cartón donde se depositó la recaudación. En medio de la confusión que imperaba en todo el país el fugaz mandatario del recién “liberado”  Puerto Iguazú desapareció y nunca   más se supo sobre su persona o el dinero aportado..
Cuando pasaron varios días y en el pueblo se comenzó a tomar conciencia de la estafa, nadie quiso reconocer que había aportado para la causa del “capitán Videla”.

 Las polillas no saben nadar (del diario de viaje)
Bajo los gruñidos desaprobatorios del viejo Ismael (“Esta hangada debía ser atada con isipó, una liana que al ser cortada muestra un núcleo dibujado en cruz”, rezongaba) una grúa del taller del Parque alza y coloca los troncos de la recién armada balsa sobre un trailer que el tractor va remolcando hacia la rampa del puerto.
Es domingo 29 de enero y luego de varios días de lluvia, cuando nos acercamos al agua del río mucha gente se va aproximando al muelle para ver la botadura de la balsa. Varios voluntarios se prestan para ayudarnos a bajar la almadía hasta el nivel del agua. Cuando queda flotando y nos aprestamos a subir a bordo, muchos aplauden y gritan, a lo que contestamos con gestos de nuestros brazos. Según un cálculo que hice en base a la densidad de la madera –tres troncos de timbó, uno de cedro y otro de madera no identificada—yo había previsto que la madera flotaría hasta la mitad de su volumen.
Así ocurrió. Hasta que nos subimos a bordo. Entonces, con pequeños pero nutridos burbujeos, la balsa comenzó a hundirse bajo nuestro peso hasta quedar semisumergida, pero bajo el nivel del agua. Las polillas de la madera habían hecho bien su trabajo, imperceptible desde el exterior.
Entre la concurrencia hubo risas, bromas y algún abucheo, pero pronto la gente se alejó, llevándose su decepción. En cambio, la nuestra (la decepción) quedó allí, flotando apenas nos bajamos de la balsa.
Decidimos aumentar la flotabilidad con gruesas cañas de bambú, pero estas también estaban apolilladas y solucionaron muy poco del problema

 Un Prefecto enemigo
Entonces se produce un cambio en la actitud del Prefecto y, como no puede oponerse a las órdenes escritas por sus superiores de la Capital de prestarnos todo el apoyo posible, comienza a obstaculizarnos el trámite de la partida. Dice (y tiene razón) que esta balsa no será maniobrable y que seríamos un obstáculo para la navegación de otros barcos, ya que resultaremos incapaces de movilizar esta precaria armazón. También nos exige que construyamos una cabina o refugio para el sol y la lluvia.
Además nos reclama aprobar un examen de remo en unos pesados botes, condición que apenas satisfacemos por nuestra debilidad y por la poca aptitud que tenemos como remeros. Desde uno de los muelles el oficial nos grita la orden de salida y con evidente mala voluntad nos toma el tiempo a los gritos. Luego nos pide que aprobemos un examen de natación tras una zambullida desde uno de los muelles del puerto. Cuando aceptamos realizarlo hay una condición que nos hace dudar, ya que el salto deberá hacerse desde 18 metros.
Toto jugando al pirata en una barcaza amarrada al puerto con su ojo vendado por la picadura.
Abajo, los oficiales de la Prefectura: Joaquín Neyra, (el jefe, a la izquierda) y Clodomiro Dos Santos
El Prefecto nos advierte sonriendo que si nunca realizamos un salto de tanta magnitud no nos convendrá arriesgarnos a sufrir un traumatismo por el choque contra las aguas. Yo lo más que había saltado desde un trampolín fueron unos seis metros desde lo alto a una de las piletas de Ezeiza  por lo que, cuando subimos hasta el muelle de hormigón, quedé estupefacto por la gran altura que había hasta el agua.. Desde allí estábamos más alto que los mástiles de las barcazas amarradas.
Desesperados, con Toto nos estimulamos con palabras trémulas. Si lo intentábamos sentados, al caer podríamos descolocarnos las caderas. La cosa entonces era correr hasta el borde sin mirar hacia abajo y luego zambullirnos manteniendo nuestras manos y brazos juntos delante de la cabeza, para penetrar mejor en el agua. Este Prefecto imbécil no podría más que nuestra animosa voluntad. Algunos marineros se asomaron por la borda de los buques para vernos saltar.. .
Desde lo alto nuestro horizonte es el borde de la plataforma de hormigón. Más abajo se aprecian las arboledas que marginan al río Iguazú y los cascos de dos barcos, al costado de donde nos zambulliremos. Jactanciosos pero trémulos, nos damos la mano y correteamos hasta el borde del vacío, donde saltamos dando la curva de una zambullida para caer verticales, con manos y brazos extendidos hacia abajo.
Un verdadero y desesperado salto al vacío, con los cascos de las barcazas muy abajo.
Siempre recuerdo esa sensación de estar cayendo en una distancia altísima, tan larga que parecía inacabable. Esto me hizo cometer un error, pues abrí los ojos (porque no me parecía real que aún no hubiera llegado a entrar en el agua) al caer desde el punto de partida, allá arriba y atrás en fracciones de segundo. Iba cayendo y alcancé a ver  que  todavía  me  faltaba  tiempo   para  tocar  el  líquido transparente  donde  flotaban varios
 
Luego de la zambullida y con tremendo susto emergemos de la profundidad, mientras vemos los cascos de barcos flotando en el agua transparente.

esos grandes barcos, al costado de donde caíamos.  Sorprendido, exhalé el aire que había llenado mis pulmones antes de saltar, y cuando entré en la profundidad, comprobé que mi impulso me seguía hundiendo, sin que pudiera concretar mis esfuerzos  para volver a salir a la superficie. Aterrado, abrí los ojos bajo el agua, ya sin aliento y alcancé a ver muy arriba, demasiado arriba,  los grandes cascos que flotaban en el líquido transparente. Con frenéticas manotadas por fin pude recuperarme y asomarme al aire que me reviviría. Muy cerca, afloró la cabeza chorreante de Toto, desorbitado y dando bocanadas, como yo.

  Héroe ignorado del Río de la Plata
El relato de nuestros saltos se corrió por el pueblo, quizá adornado por otras fantasías populares. Siempre había chicos y muchachos observando nuestro trabajo sobre la balsa, todavía en pañales. Una tarde advertí que cada movimiento mío era seguido con un interés especial por nuestros espectadores. Y cuando yo a veces me metía en el agua para refrescarme del intenso calor, todos gritaban y algunos aplaudían. Al comentarle esto a mi amigo, él se sonrió y me dijo: “Ah, es una broma que le hice a la gente diciéndole que vos sos un campeón olímpico y que cruzaste el Río de la Plata nadando con una sola mano”.
Uh, esto me complicó la vida, porque ahora todos se la pasaban observándome y, cada vez que me metía en el agua hasta la rodilla para seguir trabajando sobre la armazón de troncos, comenzaban a aplaudirme: “¡Déle, don, nádese un poquito!”  A mí, que apenas podía dar unas brazadas tipo perro.

  Ladrones de gallinas
Otro problema serio era el hambre. Mate cocido, tereré, mandioca y arroz en mínimas raciones eran los ingredientes de nuestro menú cotidiano, y esto nos provocaba mucha debilidad y cierta avitaminosis. Un atardecer estábamos en la galería de la Prefectura y , de pronto,  verificamos que en la parte trasera del edificio había muchos pollos y gallinas sueltos, que pertenecían evidentemente al personal de la Prefectura, ya que no había otras casas en las cercanías.
Con un cajón de frutas, un palito y un largo hilo, armamos una trampa en la que usamos como cebo algunas migas de nuestras galletas. Disimulando, para que el marinero de guardia no nos descubra, sostenemos tenso el fino cordel de una línea para pescar (estamos a cien metros del agua) y vamos arrojando las migas para que formen una hilera hasta debajo del cajón, inclinado y sostenido así por el palo. Tras algunos intentos frustrados, por fin conseguimos apresar una de las aves. Calladamente la mantuvimos allí hasta que comenzó a oscurecer.
No teníamos experiencia en robar gallinas pero la desesperación nos orientó. Yo metí una mano bajo el cajón y tuve suerte de aferrar el cogote del ave antes que lanzara algún cacareo. Apretándola, me dirigí a las letrinas de la dependencia naval manteniéndola contra mi cuerpo y bajo la camisa. Cerré la puerta del sanitario y transpirando por los nervios y el calor, la sacudí y retorcí su cuerpo hasta matarla, como había visto alguna vez  Luego, y mientras los piojos me caminaban por los brazos, procedí a arrancarle como pude las plumas más grandes de las alas y la cola, que arrojé al pozo de la letrina.
Me duché con la rudimentaria regadera que estaba colocada de una madera (las letrinas no tenían techo)  y enjuagué el cuerpo aún tibio del ave, que llevé al cuarto donde esperaba mi compañero. Entonces procedimos a abrir nuestra captura, limpiando por primera vez (nunca lo habíamos hecho) las vísceras de nuestra presa. Recorté los menudos, hígado, corazón y panza, para aprovecharlos.  Muy hervida y recocida, esta desprevenida gallina (que habíamos robado a la misma autoridad policial de la frontera) nos sirvió para enriquecer nuestra exigua alimentación.
Por otro lado, la balsa ya estaba lista. Hicimos un atado con cañas de bambú que utilizaríamos más adelante para armar un tinglado y sobre ellas colocamos una bolsa grande de polietileno para mantener protegidas en un atado algunas prendas. Pero el Prefecto no parecía dispuesto a autorizar nuestra salida. Por chimentos de los marineros supimos que esperaba desalentarnos para hacernos regresar a Posadas en alguno de los buques que zarparan con ese destino.

 Planeando la fuga
“La suerte está echada”, dijimos entonces, muy dramáticamente. Deberíamos escapar como pudiéramos y lo más pronto posible. Calculamos que lo mejor sería partir a primera hora de la siesta, pues hasta que este funcionario se levantara al atardecer, contaríamos con cuatro o cinco horas antes que descubriera nuestra huída.
Así lo hicimos. Con dos tablitas de un cajón de fruta nos fabricamos unas pequeñas paletas o remos,  compramos carnaza que cortamos en trozos y los salamos (así tendríamos charque al secarlo al sol) y un gran ananá. Teníamos solamente un cuchillo de caza, buenas cartas de navegación, una brujulita de plástico, fósforos y una linterna, todo nuestro equipamiento.
Entonces comenzaría verdaderamente nuestra aventura.

Oscar Fernandez Real
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            (Próxima nota: Huimos de la Prefectura en un submarino de troncos)

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