En aviones rusos
No es porque se trate de un amigo, pero creo
que nunca leí tan buena nota sobre el vuelo a bordo de un avión moderno como el
estupendo relato que hizo Federico Kirbus cuando el Concorde llegó a Buenos
Aires. Por eso, mis relatos sobre vuelos en distintos aviones –seguramente
entre cincuenta a cien—llegan apenas al nivel de anécdotas, pero creo que
tienen su interés.
El otro día,
Héctor Cordeiro, un gran conocedor en temas aeronáuticos, me envió un material
sobre el avión ruso Tupolev 114, un gigantesco cuatrimotor a turbohélice. Con
Cordeiro casualmente coincidimos en haber estudiado en el colegio industrial de
aviación “Jorge Newbery” y por eso sus envíos son muy bien recibidos. Precisamente, este correo me hizo recordar
mis experiencias en vuelo por la entonces Unión Soviética y hasta una casi
insólita entrevista con varios de los pilotos de Aeroflot en el aeropuerto de
Shemeretievo, en proximidades de Moscú.
Mi primer contacto con una máquina rusa fue el 6 de junio de 1980 en Ezeiza cuando nos
acomodamos casi a los empujones en un cuatrijet Ilyushin 62, con sus cuatro
motores dispuestos en línea y cerca de la cola, como el desafortunado VC 10 de
los ingleses.
Con mi mujer,
entonces fotógrafa de la revista “Clarín”,
no íbamos como turistas sino que participábamos en un viaje auspiciado
por la firma Dufour para fotografiar y filmar a tres modelos que presentarían ropas deportivas en
distintos escenarios de ciudades soviéticas y de Lituania. Los organizadores del viaje –uno era el
promotor y periodista César Mansilla—debían completar un cupo de unas veinte
pasajeros para figurar como “charter” y así acceder a algunas ventajas que
ofrecía la aerolínea Aeroflot.
El Il-62 tenía 4 motores y era muy parecido al británico VC 10, aunque de mejor rendimiento y mayor capacidad |
Como en
todo viaje, pudimos descubrir más cosas que las que pensábamos, pero en este
destino nosotros íbamos fuertemente prejuiciados porque nuestro conocimiento de
lo que entonces era la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, URSS, se
basaba en los medios y el cine norteamericanos. Por eso, y al margen de toda
cuestión ideológica o política, el trato directo con personas comunes y corrientes
de pueblos situados detrás de lo que se llamó la “cortina de hierro” nos deparó
muchas sorpresas.
Esa partida desde Ezeiza nos hizo sonreír,
tan divertidos como sorprendidos. Porque los empleados rusos de la empresa
Aeroflot que intentaron acomodarnos rápidamente dentro del Il-62 (lo llamaban
“la salchicha”) nos activaban riéndose:
“Vamos, vamos, que si no se apuran vienen los de la KGB”. Nosotros pensábamos
que el nombrar tan irrespetuosamente a estas siniestras iniciales les podía
deparar a estos irresponsables un terrible futuro en un campo de la Siberia
soviética. Pero ellos no parecían
preocuparse por eso.
Eso debe
destacarse, pues en 1980 faltaban 5 años para que Gorbachov lanzara su política de “glasnot”, ese deshielo que se
expresaría en lo económico con la perestroika” y que culminaría con la caída
del Muro de Berlín en 1989.
No era fácil entrar a la URSS pero tampoco
era imposible. En 1980 ingresaron allí entre 3 y 4 millones de turistas
de todo el mundo, superando trámites menos flexibles que en Europa, Asia y América Latina. Por ejemplo, para obtener
el visado se exigían fotos en blanco/negro y no se aceptaban las de color, que
estaban comenzando a utilizarse en todo el mundo. Y cuando se entraba a países
de la órbita socialista había que presentar una intimidante declaración jurada
para prevenir la venta clandestina de divisas occidentales. En cuanto a algunas
características que no resultaban muy agradables para los visitantes europeos o
americanos figuraban la gastronomía, la
compra de souvenires o el nivel de los sanitarios públicos. En cambio, la
calidad de los hoteles de primera línea era excelente y el funcionamiento de
los transportes también resultaba eficiente.
Pero en otra nota me
referiré al turismo detrás de la Cortina de Hierro. Ahora seguiré con la
narración de algunas aventuras de cabina en aviones rusos y en aeropuertos de
la entonces URSS.
El vuelo Buenos Aires-Moscú demoraba
entonces más de 20 hs., porque hacía escalas en aeropuertos poco
conocidos del entonces llamado “Tercer Mundo”. Para compensar este fatigoso
itinerario, la Aeroflot ofrecía una promoción según la cual los pasajeros que
quisieran llegar hasta otras ciudades de Europa recibían una estadía gratuita
de dos días en Moscú, con hoteles y una excursión ciudadana también gratuita. Ese vuelo
despegó a las 19,35 e hizo escalas en sitios poco conocidos y hasta exóticos,
como Recife (Brasil), islas de Cabo Verde (frente a Africa y tras cruzar el
Atlántico), Trípoli (Libia) y Budapest (Hungría). Tímidamente,
y tras algunas horas de vuelo, le pedí a una azafata permiso para visitar la
cabina de pilotaje, cosa a la que accedió –para mi sorpresa-- sin mayores
inconvenientes. Ni me hizo falta
explicarle que yo era “yournalist”
(periodista en el chamuyo internacional)
y rápidamente ingresé a eso que yo consideraba podría ser
un área secreta de los rusos, prohibida
a los ojos de un probable espía occidental. Sorpresa.
Los pilotos casi me recibieron con amable jovialidad y me dieron una breve
explicación, mezclando palabras en inglés con otras en español, por lo que
tampoco entendí nada. Por lo que ví, el
instrumental y los comandos no diferían en mucho de lo que
pudiera mostrar cualquier avión de esa época, aunque –obviamente—los letreros
estaban en caracteres cirílicos. En un
lateral estaba el tablero del ingeniero de vuelo, que además de controlar los
motores y los sistemas accesorios, también ejercía el rol de navegante y
radiocomunicador.
Me llamó
la atención que no hubieran puertas cerradas entre la cabina y el resto de los
pasajeros, apenas unas cortinas de tela
barata. El interior era de terminación algo tosca y el servicio era eficiente,
sin exceso de sonrisas por parte de las azafatas (algunas un poco robustas).
Las feas gorras de plato de Aeroflot por su forma semejaban a las de los guardas ferroviarios argentinos
A las 2 hs de salir de Recife y al
servirse el desayuno, las azafatas y algunos tripulantes ofrecieron una curiosa
ceremonia, que era el cruce del Ecuador, como se hacía en los cruceros por mar.
Hubo un pequeño brindis con jerez (se nos aclaró que esto era una excepción,
porque en Rusia se había iniciado una fuerte campaña contra el consumo de
alcohol) y se repartieron unos grandes diplomas que el propio comandante
firmó.
En la escala de Dakar, que reemplazó a la
de las islas de Cabo Verde, nos llamaron la atención los nativos de larguísimos
cuellos, resaltados por una serie de collares metálicos. Cuando nos escucharon hablar, los vendedores
de baratijas comenzaron a decirnos "chéee" y “macanuuudo”, alargando las
vocales al estilo argentino.
Los aviones rusos de los años 60 tenían los domos de radar y las proas acristaladas, como los bombarderos, cosa que facilitaba la visibilidad. |
Durante el vuelo los
pilotos dieron breves informaciones para indicar que sobrevolábamos el Sahara y
–tras la escala en Trípoli, donde abundaron los turbantes y souvenires
árabes—el cruce de la bota de Italia a gran altura. Se señaló a Bologna y
Zagreb, antes de aterrizar en Budapest, en un larguísimo itinerario que casi
sumó 23 horas.
Aterrizamos en el enorme
aeropuerto de Sheremetievo, en Moscú, y antes de mi regreso tuve oportunidad de
protagonizar una conferencia de prensa con cuatro pilotos de Aeroflot, en
inesperada respuesta a una solicitud que hice ante un funcionario de la firma,
informando ahora sí, que era periodista de un diario argentino.
Pero éste será tema de otra
nota, cuando me refiera al otro viaje que hice diez años después en el “Jumbo”
soviético, el gigante Il-86.
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