domingo, 22 de septiembre de 2013

Aventuras de cabina (I)

En aviones rusos

     No es porque se trate de un amigo, pero creo que nunca leí tan buena nota sobre el vuelo a bordo de un avión moderno como el estupendo relato que hizo Federico Kirbus cuando el Concorde llegó a Buenos Aires. Por eso, mis relatos sobre vuelos en distintos aviones –seguramente entre cincuenta a cien—llegan apenas al nivel de anécdotas, pero creo que tienen su interés.
    El otro día, Héctor Cordeiro, un gran conocedor en temas aeronáuticos, me envió un material sobre el avión ruso Tupolev 114, un gigantesco cuatrimotor a turbohélice. Con Cordeiro casualmente coincidimos en haber estudiado en el colegio industrial de aviación “Jorge Newbery” y por eso sus envíos son muy bien recibidos.  Precisamente, este correo me hizo recordar mis experiencias en vuelo por la entonces Unión Soviética y hasta una casi insólita entrevista con varios de los pilotos de Aeroflot en el aeropuerto de Shemeretievo, en proximidades de Moscú.
     Mi primer contacto con una máquina rusa fue el 6 de junio de 1980 en Ezeiza cuando nos acomodamos casi a los empujones en un cuatrijet Ilyushin 62, con sus cuatro motores dispuestos en línea y cerca de la cola, como el desafortunado VC 10 de los ingleses.
    Con mi mujer, entonces fotógrafa de la revista “Clarín”,  no íbamos como turistas sino que participábamos en un viaje auspiciado por la firma Dufour para fotografiar y filmar a tres modelos  que presentarían ropas deportivas en distintos escenarios de ciudades soviéticas y de Lituania. Los organizadores del viaje –uno era el promotor y periodista César Mansilla—debían completar un cupo de unas veinte pasajeros para figurar como “charter” y así acceder a algunas ventajas que ofrecía la aerolínea Aeroflot.

El Il-62 tenía 4 motores  y era muy parecido al británico VC 10, aunque de mejor rendimiento y mayor capacidad

  
     Como en todo viaje, pudimos descubrir más cosas que las que pensábamos, pero en este destino nosotros íbamos fuertemente prejuiciados porque nuestro conocimiento de lo que entonces era la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, URSS, se basaba en los medios y el cine norteamericanos. Por eso, y al margen de toda cuestión ideológica o política, el trato directo con personas comunes y corrientes de pueblos situados detrás de lo que se llamó la “cortina de hierro” nos deparó muchas sorpresas.
     Esa partida desde Ezeiza nos hizo sonreír, tan divertidos como sorprendidos. Porque los empleados rusos de la empresa Aeroflot que intentaron acomodarnos rápidamente dentro del Il-62 (lo llamaban “la salchicha”) nos activaban  riéndose: “Vamos, vamos, que si no se apuran vienen los de la KGB”. Nosotros pensábamos que el nombrar tan irrespetuosamente a estas siniestras iniciales les podía deparar a estos irresponsables un terrible futuro en un campo de la Siberia soviética.  Pero ellos no parecían preocuparse por eso. 
      Eso debe destacarse, pues en 1980  faltaban 5 años para que Gorbachov lanzara su política de “glasnot”, ese deshielo que se expresaría en lo económico con la perestroika” y que culminaría con la caída del Muro de Berlín en 1989.
     No era fácil entrar a la URSS pero tampoco era imposible. En 1980 ingresaron allí entre 3 y 4 millones de turistas de todo el mundo, superando trámites menos flexibles que en Europa, Asia  y América Latina. Por ejemplo, para obtener el visado se exigían fotos en blanco/negro y no se aceptaban las de color, que estaban comenzando a utilizarse en todo el mundo. Y cuando se entraba a países de la órbita socialista había que presentar una intimidante declaración jurada para prevenir la venta clandestina de divisas occidentales. En cuanto a algunas características que no resultaban muy agradables para los visitantes europeos o americanos figuraban la gastronomía,  la compra de souvenires o el nivel de los sanitarios públicos. En cambio, la calidad de los hoteles de primera línea era excelente y el funcionamiento de los transportes también resultaba eficiente.
     Pero en otra nota me referiré al turismo detrás de la Cortina de Hierro. Ahora seguiré con la narración de algunas aventuras de cabina en aviones rusos y en aeropuertos de la entonces URSS.

     El vuelo Buenos Aires-Moscú demoraba entonces más de 20 hs., porque hacía escalas en aeropuertos poco conocidos del entonces llamado “Tercer Mundo”. Para compensar este fatigoso itinerario, la Aeroflot ofrecía una promoción según la cual los pasajeros que quisieran llegar hasta otras ciudades de Europa recibían una estadía gratuita de dos días en Moscú, con hoteles y una excursión ciudadana también gratuita.     Ese vuelo despegó a las 19,35 e hizo escalas en sitios poco conocidos y hasta exóticos, como Recife (Brasil), islas de Cabo Verde (frente a Africa y tras cruzar el Atlántico), Trípoli (Libia) y Budapest (Hungría).     Tímidamente, y tras algunas horas de vuelo, le pedí a una azafata permiso para visitar la cabina de pilotaje, cosa a la que accedió –para mi sorpresa-- sin mayores inconvenientes.  Ni me hizo falta explicarle que yo era “yournalist”  (periodista en el chamuyo internacional)  y  rápidamente  ingresé a eso que yo consideraba podría ser un área secreta de los rusos, prohibida  a los ojos de un probable espía occidental. Sorpresa. Los pilotos casi me recibieron con amable jovialidad y me dieron una breve explicación, mezclando palabras en inglés con otras en español, por lo que tampoco entendí nada.  Por lo que ví, el instrumental y los comandos no diferían en mucho de lo que pudiera mostrar cualquier avión de esa época, aunque –obviamente—los letreros estaban en caracteres cirílicos. En un lateral estaba el tablero del ingeniero de vuelo, que además de controlar los motores y los sistemas accesorios, también ejercía el rol de navegante y radiocomunicador.
     Me llamó la atención que no hubieran puertas cerradas entre la cabina y el resto de los pasajeros, apenas unas cortinas de tela barata. El interior era de terminación algo tosca y el servicio era eficiente, sin exceso de sonrisas por parte de las azafatas (algunas un poco robustas).   

Las feas gorras de plato de Aeroflot por su forma semejaban a las de los guardas ferroviarios argentinos


     A las 2 hs de salir de Recife y al servirse el desayuno, las azafatas y algunos tripulantes ofrecieron una curiosa ceremonia, que era el cruce del Ecuador, como se hacía en los cruceros por mar. Hubo un pequeño brindis con jerez (se nos aclaró que esto era una excepción, porque en Rusia se había iniciado una fuerte campaña contra el consumo de alcohol) y se repartieron unos grandes diplomas que el propio comandante firmó.

     En la escala de Dakar, que reemplazó a la de las islas de Cabo Verde, nos llamaron la atención los nativos de larguísimos cuellos, resaltados por una serie de collares metálicos.  Cuando nos escucharon hablar, los vendedores de baratijas comenzaron a decirnos "chéee" y “macanuuudo”, alargando las vocales al estilo argentino.

Los aviones  rusos de los años 60 tenían los domos de radar y las proas acristaladas, como los bombarderos, cosa que facilitaba la visibilidad.


      Durante el vuelo los pilotos dieron breves informaciones para indicar que sobrevolábamos el Sahara y –tras la escala en Trípoli, donde abundaron los turbantes y souvenires árabes—el cruce de la bota de Italia a gran altura. Se señaló a Bologna y Zagreb, antes de aterrizar en Budapest, en un larguísimo itinerario que casi sumó 23 horas.
     Aterrizamos en el enorme aeropuerto de Sheremetievo, en Moscú, y antes de mi regreso tuve oportunidad de protagonizar una conferencia de prensa con cuatro pilotos de Aeroflot, en inesperada respuesta a una solicitud que hice ante un funcionario de la firma, informando ahora sí, que era periodista de un diario argentino.
      Pero éste será tema de otra nota, cuando me refiera al otro viaje que hice diez años después en el “Jumbo” soviético, el gigante Il-86.

El pintoresco diploma que certifica el cruce del Ecuador en aviones de Aeroflot

  

     PARA LA HISTORIA:  Aeroflot en 1942, aeropuerto de Moscú, el sextimotor Tupolev ANT-20bis .  Llevaba 72 pasajeros y 8 tripulantes, pesando 42 toneladas. Reemplazó con sus motores más potentes  al Tupolev ANT 20 de ocho motores (dos en una misma góndola sobre el fuselaje) y desde su lanzamiento en 1938 se caracterizó por su revestimiento coarrugado tipo Junkers.   A partir del año 2009 la aerolínea rusa, ahora con capital en parte privado, sustituyó a sus grandes aviones de fabricación rusa por Airbus y Boeing de fuselaje ancho, por resultarles de rendimiento  más económico.  Pero también ese año, por órdenes del gobierno, adquirió aviones de tamaño mediano de fabricación rusa para sus rutas internas.


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