martes, 24 de septiembre de 2013

MI PRIMER TEXTO DE LECTURA

(1936) Mi madre me enseñó a leer y escribir cuanto yo tenía 3 ½ años. Ella estaba embarazada de mi única hermana, y como por entonces no había radio así nos entretuvimos en las largas tardes de invierno. Así aprendí a leer con los grandes titulares del diario “Crítica” y por ello recuerdo un título, que me quedó en la memoria: “Ultimatum” sobre La Guerra Civil Española.


     Esos grandes titulares eran la marca de ese gran vespertino. Cuando 20 años después comencé mis primeras prácticas en periodismo, varios de mis profesores eran redactores de ese mítico diario y así me enteré de una historia secreta. Una entre tantas más o menos conocidas. No sé si figurará en los registros de Guinness pero muchos afirman que en “Crítica”, allá por 1925, apareció el título de letras más grandes (hubo que buscar tipos de madera fuera del taller) en la historia periodística mundial: “No hay cianuro”.
     Todos los lectores sabían de qué se trataba. Y esa tarde, el diario agotó sus ediciones y superó a todos los competidores. También allí apareció—por primera vez, ya que a los periodistas no se los reconocía—la foto del cronista que había obtenido la primicia. Era el también mítico “GGG”, por Gustavo Germán González, un reportero que escribía muy mal pero que era un sagaz buceador de noticias policiales, por su andar dentro del hampa. Para saber el resultado de una autopsia muy reservada (que motivó tan enorme título), GGG se disfrazó de plomero y así presenció la apertura del ataúd de zinc donde estaba el cadáver de Carlos Ray, un concejal radical que había muerto en circunstancias misteriosas y coronando una historia de pasiones sexuales y políticas.
     Pero a mis pocos años mi lectura favorita no lo eran los temas policiales ni políticos, sino el suplemento de historietas en colores que publicaba semanalmente el diario. “La gatita princesa”, “Tarzán” y “Espaguetti” (bautizado así a Popeye) eran mis predilectas. Tampoco alcancé a leer, por razones obvias (yo recién estaba naciendo), el suplemento literario que Natalio Botana le encargó a Ulyses Petit de Murat y a un joven que recién comenzaba a escribir algunos cuentos algo discutidos: Jorge Luis Borges. Fue un trabajo algo incómodo para este escritor, que provenía de círculos algo elitistas, pues el director le exigió que se dedicara a escribir relatos policiales a partir de noticias conservadas en el rico archivo del diario. Este archivo era manejado por una señora alemana, Tony, y le sirvió al escritor para elaborar un exitoso libro “La historia universal de la infamia”.
     Hace pocas semanas, en este mes de septiembre y a 80 años de aquellos días, como parte de un trabajo colectivo que me pidieron para un taller de narrativa del ECUNHI, yo me atreví a escribir un breve relato en base a datos que conocí de primera mano a mi brevísimo paso por “Crítica” en 1956. Si a alguien le interesa, lo transcribo a partir de la 2ª y última nota de “Clarín” sobre este notable vespertino y su más notable fundador, Natalio Botana.    
     Pero antes quiero acotar algo sobre este trabajo que realicé para el taller del centro cultural Nuestros Hijos, de las Madres de Plaza de Mayo. Debo señalar que pese a mis prevenciones, trabajamos allí con total libertad y sin encasillamientos políticos. Pero cada vez que caminaba por el interior de lo que fue la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA), no era liviano recorrer sus calles sombrías, por la gran arboleda y también por los recuerdos. Y este último sábado me ocurrió algo significativo. Por error, en vez de ir al aula donde habitualmente trabajábamos, fui a otra dependencia en donde se realizaba otro taller sobre música. A los pocos segundos de entrar me dí cuenta que ese no era mi destino y volví sobre mis pasos. En ese mismo instante, una chica jovencita y menuda también volvió a salir, delante de mí y hacia el jardín exterior. De pronto me dí cuenta que la muchachita  parecía descompuesta, con el rostro enrojecido por el llanto.
     --¿Qué te pasa?—le pregunté.  Con un hilo de voz, entre sollozos, me contestó:
     --¡Oh, No pude quedarme!...¡Este lugar terrible!
      La abracé,  y no hicieron falta más palabras. No quise saber qué historia tremenda la atravesaba. 
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"Diario Crítica", un tábano contra el poder (II Nota)

POR ALBARO ABÓS               CLARIN   09/09/13
La 2ª parte de la historia del periódico que captó el pulso de su época y sedujo a las clases populares.
"Ciudadano" Botana. La portada de la investigación escrita por Albaro Abós, que publica editorial Vergara.

      En 1923, la familia Botana se había mudado desde  Florida al chalet de Virrey del Pino 3075, en Belgrano R. Salvadora quizás estaba celosa porque su primer hijo, Carlos Natalio,”Pitón”, entonces un muchacho de 17 años, alto, buen deportista, inteligente, parecía querer más a Natalio que a ella. Es cierto que a su vez Natalio estaba encantado con Pitón, a quien quería formar como su heredero. Lo llevaba con él al diario, supervisaba su educación, le hacía regalos, entre ellos un coche Vauxhall y una pistola pequeña con cachas de nácar. Durante una discusión con el muchacho, Salvadora le reveló a Pitón que no era hijo de Natalio, sino de un abogado de Entre Ríos que la había dejado. Unas horas después, Pitón se pegó un tiro en el pecho. Era el 17 de enero de 1928.
     Este episodio marcó a la familia. Natalio no solamente perdió a Pitón sino, también, a su principal colaboradora en el diario, Salvadora, quien jamás se repuso. Ella, anonadada por el dolor, se aisló. Natalio lo intentó todo para rescatarla. Por ejemplo, viajar. En Europa, Botana contrató a los mejores psiquiatras para que trataran a su mujer, pero el dolor no cesaba. Para soportarlo, Salvadora consumía morfina, luego se hizo adicta al opio. El, por su parte, se sumergió en el trabajo, es decir en su diario, la obra de su vida.
     La década del veinte multiplicó los éxitos de Crítica. En 1921, se cambió la frase que hasta entonces se incluía bajo el logotipo de Crítica: “Diario ilustrado de la noche, impersonal e independiente”. Fue sustituido por esta leyenda: “Dios me puso sobre la ciudad como a un tábano sobre un noble caballo, para picarlo y tenerlo despierto. Sócrates”. Se reiteró hasta el cansancio, y sigue repitiéndose, que esa frase era apócrifa, un invento de Botana. Hasta su propio hijo Helvio así lo creyó. Sin embargo, ella está tomada, textualmente, del libro de Platón Apología de Sócrates.
     En 1928 Irigoyen se postula para una segunda presidencia. Los votos para Yrigoyen duplican a los del candidato Leopoldo Melo, sostenido por una coalición de conservadores y radicales alvearistas. La opinión pública que había sido tan favorable a la reelección de Yrigoyen pronto se dio vuelta. El clima político, influido por la crisis mundial del 30, se volvió hostil al gobierno. Botana no sólo contribuyó al derrocamiento del gobierno con acerbas críticas de su diario, sino con su participación personal en la trama que, con la conducción en la sombra del jefe del ejército Agustín Justo, culminó el 6 de septiembre de 1930.
     El nuevo presidente de la república, General José Félix Uriburu, le ofreció a Botana, a través de Juan Carulla, la embajada argentina en París. Botana le contestó: “Dígale al presidente que no me ofenda. Jamás he sido empleado público”. Uriburu, que había nombrado ministro del interior a Matías Sánchez Sorondo, abogado de la Standard Oil, odiaba a Botana, no sólo por haber rechazado su ofrecimiento, sino porque en su casa tenía “asilados” a varios dirigentes irigoyenistas a quien la policía buscaba, en el marco de represalias, que incluyeron fusilamientos. Botana reclamaba elecciones inmediatas. En cambio, Uriburu y sus asesores querían reformar la Constitución para instaurar un régimen corporativo. Uriburu hizo en abril de 1931 un ensayo: convocó a elecciones para gobernador en la provincia de Buenos Aires, en las que los radicales, deponiendo sus graves conflictos internos, concurrieron unidos y triunfaron. Uriburu anuló esos comicios.
     El 6 de mayo de 1931 un decreto presidencial ordenó la clausura de Crítica y la prisión de Natalio Botana, Salvadora Medina Onrubia y todos los redactores del diario. Este fue allanado y la Policía al mando del comisario Leopoldo Lugones (hijo), jefe de la sección Orden Político, destrozó las instalaciones en busca de “pruebas”. ¿Pruebas de qué? De negociados y extorsiones, de las que se acusaba a Botana. El matrimonio fue detenido en la madrugada. El fue conducido a la Penitenciaría de la avenida Las Heras y ella a la cárcel de mujeres de la calle Humberto I. Gobiernos y personalidades de todo el mundo reclamaron por la prisión de Botana. En cuanto a Salvadora, recluida entre mecheras y prostitutas, con las cuales “me sentí compañera”, consiguió sacar de la cárcel una carta abierta a Uriburu, en la que se refería a un pedido de “magnanimidad” para con ella dirigido al presidente por varios escritores, entre ellos Jorge Luis Borges. “General Uriburu, apostrofó Salvadora, guárdese sus magnanimidades junto a sus iras y sienta cómo desde este rincón de miseria, le cruzo la cara con todo mi desprecio”.
     Finalmente, se autorizó a los Botana a salir del país. En 1932 es nuevo presidente Agustín P. Justo y ese año reaparece Crítica, para iniciar una nueva década triunfal, con una circulación cada vez mayor. El diario batió todos los récords cuando en septiembre de 1939, tras la invasión del Tercer Reich a Polonia, vendió 900.000 ejemplares, en una Argentina que tenía diez millones de habitantes.
      Los Botana adquirieron en Don Torcuato unos terrenos que habían pertenecido a Marcelo T. de Alvear y allí levantaron su casa con amplios jardines. La llamaron Los Granados. Por las fiestas de Los Granados pasaron, entre otros, Pablo Neruda, Federico García Lorca y amigos de los Botana como el matrimonio Guevara Lynch, que solía llevar a un niño flaquito y asmático llamado Ernesto.
     Grandes escritores argentinos pasaron por Crítica. Raúl González Tuñón, el poeta de la nostalgia ciudadana, fue uno de ellos, junto a su hermano, Enrique González Tuñón. A Raúl, que además se hizo amigo de los hijos de Botana, se debe el suelto titulado “El sándwich de milanesa”, sobre la caída al Riachuelo de un tranvía repleto de obreros, una madrugada neblinosa de 1930. Envuelto en papel de diario, ese sándwich estaba en el bolsillo de una de las víctimas. Escribieron en Crítica Conrado Nalé Roxlo, Nicolás Olivari, Juan Carlos Onetti, Juan L. Ortiz y muchos más. En 1927 Botana contrató a un joven Roberto Arlt, ya autor de El juguete rabioso, para la página policial. Sus jugosas incursiones en el mundo del delito durante ese año dieron material a Arlt para sus obras maestras, Los siete locos y Los lanzallamas. Arlt dejó Crítica para pasar a El Mundo, donde produjo sus Aguafuertes porteñas.
     En 1933 Botana encarga a Jorge Luis Borges y a Ulyses Petit de Murat, crítico de jazz del diario, la dirección de un suplemento literario, la Revista Multicolor de los Sábados, a condición de que Borges, que entonces sólo había publicado poemas y ensayos, escribiera relatos propios. Así, semana a semana, Borges publicó sus cuentos de bandidos y asesinos que en 1935 conformaron el libro “Historia universal de la infamia”.
     El 6 de agosto de 1941 Natalio Botana viajaba en uno de sus varios Rolls Royce cerca de San Salvador de Jujuy. El chofer perdió el control y el coche cayó a un barranco. Cuatro de los pasajeros, entre ellos Edmundo Guibourg, crítico de teatro del diario, resultaron ilesos. A Botana, el golpe le hundió las costillas. Pudo haberse salvado si su entorno hubiera aceptado que lo operara un médico local, pero se empeñaron en que lo hiciera un gran cirujano de Buenos Aires.
     El 7 de agosto expiró Natalio Botana, haciendo la V de la victoria con sus dedos. Su cuerpo fue traído en tren a Buenos Aires y lo velaron en la Avenida de Mayo 1333. Su cortejo fue seguido por una multitud. Junto al féretro fue una guardia de canillitas, entre ellos uno con pierna de madera que con dificultad llegó hasta la Recoleta. En el cine Ideal se estrenaba la película El ciudadano, una exploración en el misterio de un gran editor de diarios. El film de Orson Welles se inspiraba en William Randolph Hearst, magnate de la prensa americana. Pero Hearst había sido nazi, mientras que a Botana, combatiente del fascismo siempre, lo acompañaron en el final las banderas republicanas de los españoles exiliados a los que había ayudado.
      El diario siguió saliendo pero nunca se recuperó de la muerte de su creador. Los pleitos familiares devoraron al vespertino. Alternaron en la dirección Salvadora Medina Onrubia y Raúl Damonte Taborda, político y periodista que se había casado con Georgina “la China” Botana. (N. de O.; Por eso, sus adversarios decían que era “diputado por la China”).   Salvadora fue tentada por Eva Perón, que la apreciaba, pero no se entendieron. El diario fue confiscado y la familia reclamó su devolución hasta que dejó de salir, en 1961.
    Casi todos los protagonistas de estos hechos han muerto salvo alguien que los conoció bien de cerca. Es Georgina Botana, la China, madre del gran Raúl Damonte Botana, “Copi”. Protegida por el silencio, hace muchos años radicada en Francia, ha cumplido 95 años.
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Memoria de un vano fracaso (al estilo de “Georgy” B)

    Doy mis pasos de despedida (hasta mañana) sobre el brillante granito negro, donde elusivos arquitectos dibujaron guardas precolombinas. Saludo a los dos porteros, que sí me son amables, y también paso bajo la arcada de bronce, adónde volveré en 20 hs. Inexorable.
     Ahora salgo al paladar oscuro de la avenida, tromba de vehículos entre sus edificios de humedad negra, perfiles grises por la última luz del atardecer. Aspiro el acre humor de la ciudad y siento detrás de mí el suave run rún de la maquinaria impresora. Ah, que es tan ajena como el rumor y los gritos de sus operarios. Un mundo ajeno.
     Como tampoco es mío ese universo de hombres con los que debo convivir, hablar y trabajar. Me saludan y me respetan, pero yo sé que quién los obliga a eso es el gran jefe, ese hombrón que los mandonea desde su lujosa oficina, pero que baja y alterna sus finas camisas –mangas recogidas con tiras elásticas, como los gangsters americanos—para jugar al póquer con ellos cuando se silencian esas máquinas.
     Oh, yo no sé jugar al póker, me aburre el bridge de mi madre y mis tías, quizá porque en las cartas no hay enigmas y quién distribuye los naipes, secretamente, es un monstruo  misterioso llamado Azar.
     Esos rudos hombres con sus manos sucias de grasa me ven alejarme y yo sé que detrás de sus rostros pétreos hay muecas de burla por mis finos trajes, mis chalecos y corbatas. Hablo a veces con ellos, y ellos me hablan, pero son de una tribu con un dialecto cuyos códigos nunca compartiré, aunque por encima todos envolvamos las palabras con fundas que creemos comprender.
     Y así como hablo usando sonidos engañosos con estos herméticos obreros también mi destino me ha encaminado a ejercer el oficio de periodista, para escribirle a miles de lectores con palabras que ellos creen, pero yo sé son aparentes, falaces. Yo lo sé y alguien más lo sabe, que este vano intento es parte de un mundo donde todo es irreal. Pero a mí, se lo he confesado a Adolfo, lo que me importa es que mis escritos seduzcan al gran jefe, esa mezcla de Al Capone con Scott Fitzgerald.
     Dos tranvías pasan, como descorriendo un telón, y sobre el escenario tumultuoso de la acera de enfrente, allí me está esperando Adolfo, su esbelta silueta tan gallarda. Verdad es que le costaría no ser elegante, con su terno inglés y su desgarbado cuerpo de 18 años. Un petimetre, un fop, un dandy. Cómo se rió cuando lo llamé así tras comprarse un bastón de malaca, todo para impresionar a las hermanas O., precisamente a una de ellas, S.
     Nos sonreímos y nos brindamos amistosas palmadas, amigos, amigos, pese a que le sobrellevo quince años.
     Nos sentamos en el Tortoni a tomar un jerez, que a él no le gusta pero que comparte conmigo como parte de mi ritual previo a la cena. Estos sillones de mimbre que nos envuelven las asentaderas me evocan lejanamente alguna casa de té de Jaipur, donde me acomodaría sobre un sillón de rattan y en vez de ver pasar lentos tranvías quizá caminaran pesadamente elefantes con sus conductores de turbantes rosas.
    Adolfo está furioso, adjetivo difícil de aplicarle a él, siempre de buen humor. Pero su padre le publicó a sus espaldas un libro cuya tapa me muestra. “Menos mal que no le puso mi firma, pues está lleno de errores de imprenta”, me explica. Y lo que debería ser una gran alegría, por eso de editar un libro, no ha resultado ese motivo de regocijo.
     Deposita su sombrero de fieltro gris sobre la mesita. Yo admiro su rostro juvenil lleno de arrugas sonrientes. Pero, de pronto, él me mira, agudamente. Por eso es mi amigo. E indaga:
     --¿Qué te pasa, Jorge?
     Vacilo en mi respuesta. Si me aflojo, quizá esboce un sollozo. Nada varonil para el Tortoni, al anochecer:
     --No me hallo trabajando en el diario. No sé por qué acepté.
     --¡Por el sueldo, amigo! Y porque la recomendación era buena.
     --Oh, te conté que estuve tres días en la Sección Policiales. Menos mal que el jefe supremo se condolió.
     Paladeo el jerez, seco pero suave. Prosigo con mi confesión, mientras él sacude una pelusa de su manga:
     --Un día de éstos me van a llamar para despedirme.. Siento que no tengo con quién hablar. A mi costado se sienta un profesor santiagueño, Abregú, que es experto en idioma quechua. (i) al otro costado lo tengo a Valdovinos, un paraguayo flaco que habla y hasta escribe en guaraní. Y el primer día que me senté en mi escritorio no supe cómo abrirlo, porque tiene un mecanismo extraño donde hay que rebatir parte del tablero para que aparezca  la máquina de escribir, como por arte de magia. Tuve que llamar a un cadete para que me abra este  artilugio.  Entonces me explicó que estos escritorios los había comprado el director en los Estados Unidos, tras haber visitado un diario de allá.
     Adolfito recoge su sombrero y refila su ala con dos dedos y mucha gracia.
     --¿Por qué no pensás que son ellos, quizá  todo el mundo,  quienes no están preparados para entenderte?
     Sonrío. Por eso es mi amigo. Pero es un alivio momentáneo, sé que detrás está mi sensación de total fracaso.
     Comenzamos a caminar hacia el centro, un placer que compartimos, y nos burlamos del nombre que figura en la tapa del libro que debería haber sido su ópera prima.
     Yo le explico que me han pagado mi primer sueldo y que no pensé nunca que me llegaran a remunerar tanto.
     --¿Ves, ves? ¡Es lo que te digo!
     Pero no me convence. Trato de explicarle:
     --¿Sabés por qué me quedo? ¿Sabés qué cosa me atrae?
     --¡Las charlas con Ezequiel o con Ulyses!
     --¿Con “y” griega o con “i” latina?
     --¡Con la griega, que es la que eligió para diferenciarse del padre!
     Reímos. Menos mal que interrumpimos este cambio de interrogaciones. Y que no  proseguimos  diciendo alguna tontería sobre ese hijo que para diferenciarse del padre elige una letra y no una obra.
     --Bueno,  bueno, pero explicame cuál es esa cosa que te atrae del diario…
     --¡Es el archivo! Es un gran almacén lleno de sobres papel madera donde se guardan datos y fechas, historias, un depósito increíble. La encargada es una señora alemana, Tony, muy eficiente, que me consigue sobre con las historias más alocadas. Toda la historia sangrienta y más reciente de la humanidad, los próceres y los asesinos más terribles. A veces creo que solamente con trascribir lo que dicen esos sobres se podría escribir un libro  con verdades  espantosas, tremendas.
     Pero llegamos a la calle de mi casa. Nuestros diálogos, no importa lo trascendentes que nos parezcan,  se encuadras y nacen o terminan según la geografía urbana. Adolfo se va con sus amigos y yo entro para cenar con mi madre.
    Sigo triste.
                                                                                              Buenos Aires, 1934

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N. del R.: Los personajes y situaciones que trato de representar son (o han sido)  reales. A Jorge lo identifico como a J. L. Borges; Adolfo es A. Bioy Casares: el jefe es Natalio Botana; Toni era la encargada del archivo; Abregú fue Carlos Abregú Virreyes; y Valdovinos, Néstor Romero; Ulyses fue Petit de Murat, y Ezequiel fue Koremblit.  Como siempre, no invento nada, trato de hacer crónicas.
      Oscar Fernández Real


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