jueves, 19 de septiembre de 2013

Cap.4 - Bajada en balsa desde Iguazú hasta Bs. As.

(1956) Viajamos de polizones en una barcaza por el Alto Paraná.  Y una araña nos dio de comer. Almorzamos en el borde mismo de las Cataratas

Polizones de cubierta. Cortina de agua. Dos estibadores pagan su pasaje. Los locos de la jangada. Un bosque sin madera. Balcón en las cataratas. Una araña nos dá de comer. Cumple con empanadas y cerveza. Castigo y premio de frituras por una tormenta tropical. Conociendo el Alto Paraná y a expertos que nos atemorizan. Curso rápido de estibadores.  Atravesando “pasos” difíciles con sus temibles remolinos. Llegamos a Puerto Iguazú donde el río crece la altura de un edificio de diez pisos. Desánimo y balance negro.

Polizones de cubierta
En las regiones tropicales casi no hay crepúsculos. Estábamos en el puerto de Posadas, adonde habíamos llegado el día anterior desde  la Capital Federal y dormimos en la cubierta de una barcaza que nos llevaría hasta Puerto Iguazú. No era un transporte oficial, por lo que nos acomodaríamos (éramos polizones tolerados) por la cubierta durante tres o cuatro días. Al amanecer nos despertó el súbito movimiento de la tripulación, unos cuatro marineros que acataban las órdenes del patrón de a bordo, poniendo en marcha los motores diesel en el interior del casco y recogiendo las amarras para zarpar hacia el lejano Norte.

(Anotaciones de mi cuaderno de viaje) 10 de enero de 1956: . El ronroneo acompasado de los motores y una estela sobre el agua marrón nos empujan mientras miramos con asombro cómo las anchas riberas comienzan a angostarse entre altas barrancas selváticas.  Desenrollo mis cartas de navegación y aprendo a ubicarme –supervisado por el baqueano o práctico que asiste al capitán  en la pequeña timonera del barco-- tomando referencias de las costas y aplicando una humilde brújula de plástico que compré en un bazar.
  
El patrón (afuera en camiseta) y el baqueano al timón. 

La cubierta vista hacia atrás.

Dejando atrás Candelaria. 

Cruzando otra barcaza al remontar el Alto Paraná.




   
Al llegar a la altura de San Ignacio nos asombra el peñón de Punta Victoria, que tiene entre 170 a 200 mts de altura (casi 3 Obeliscos colocados uno encima del otro) y donde está el parque de Teyú Cuaré. También vivió allí el escritor Horacio Quiroga.
                

A nuestra derecha (“estribor”, me informa el experto) se levanta un gran acantilado de roca rojiza que está coronado por árboles y palmeras. “Es la Punta Victoria, porque el peñón parece formar el perfil de la reina inglesa, bastante gorda y vieja”, sonríe al patrón. Al cruzar San Ignacio recuerdo que por allí tenía su cabaña el escritor Horacio Quiroga.
Al anochecer se celebra una pequeña fiesta a bordo, pues es el cumpleaños de un tripulante. Mientras se encienden unas espectaculares estrellas, las empanadas que fritó el cocinero son acompañadas por algunas cervezas y muchas bromas, que casi no entendemos porque todos las dicen en guaraní, un idioma dulce e incomprensible para nosotros dos, los porteños..
La vida es hermosa. Cerveza, empanadas de queso y carne, bromas y un amable deslizarse hacia lo que será nuestro punto de partida, para lo cual faltan todavía dos o tres días.
Al atravesar lo que el baqueano llama “pasos” observamos los ominosos remolinos, donde la fuerte correntada forma espirales de bordes espumosos que hacen trepidar las hélices de la barcaza. “Cuando lleguen a estos lugares deberán tener mucho cuidado, porque estos remolinos a veces se tragan jangadas y canoas”, nos previene el baqueano.


La carta de navegación indica los peligrosos “pasos” con sus restingas y remolinos.
Cortina de agua
Al otro día y cuando la navegación prosigue sin variantes, de pronto el capitán grita: “¡Allá se viene agua!”. En medio de un paisaje soleado y caluroso vemos avanzar hacia nosotros lo que parecía una niebla cerrada, que al aproximarse toma la forma de una cortina grisácea. Es una tormenta de lluvia tropical. Los marineros corren  para tapar la carga con lonas y cerrar las  tomas de ventilación, cuando  cae sobre nosotros lo que parece  un enjambre de avispas furiosas, con gotas que más que caer, castigaban nuestras espaldas en tanto ayudábamos a colocar las coberturas. Empapados, primero agradecimos la frescura del  imprevisto baño, pero al rato tuvimos que protegernos y secarnos como pudiéramos.
La lluvia se suavizó y entonces el cocinero nos deparó una agradable sorpresa, pues preparó tortas fritas y chipá, con lo que acompañamos un rico mate cocido. Creo que ningún pasajero del “Titanic” o cualquier crucero de lujo pudiera sentirse  tan bien como nosotros, con este sabroso tentepié bajo la llovizna que anticipa el obscurecer.
A primera hora de la mañana el sol nos descubre las altas riberas selváticas que rodean lo que se llama Puerto Pinares, y que en realidad es una bajada por la que se accede a la singular ciudad de Eldorado (es una población que se alarga unos cincuenta kilómetros a lo largo de una única calle) Aquí pagaremos parte de nuestro pasaje en especie, porque ayudaremos a descargar algo de las dos mil bolsas de cemento y cal que transporta la barcaza.

 Dos estibadores pagan su pasaje
Somos jóvenes y nos creemos fuertes. Nos abordan unos muchachitos frágiles –puros huesos, descalzos y encorvados—, que comenzaron a abrir los portalones de la bodega. Con habilidad (las hacen girar en un solo movimiento) levantan las bolsas de cemento que otros van cargando sobre sus hombros para recorrer una especie de puente hecho con tablas tendidas de la borda a la ribera de pasto. El trabajo parecía fácil, no requería mucha sabiduría. Bajo la mirada socarrona de algunos marineros veteranos primero intentamos levantar las bolsas, que son increíblemente pesadas. Entonces, nos colocamos en la cola de los cargadores para ir recibiendo las bolsas sobre nuestros hombros. Así pagaríamos parte del pasaje.
Pronto comprendimos nuestro error, entre las bromas de los tripulantes. Al corretear por los tablones el problema no era el peso, sino el acomodar nuestro trote con el vaivén que producía cada hombre que nos antecedía al transportar su carga. Había que acomodar los pasos para acompañar esas oscilaciones, pues si no, las tablas pegaban bajo la planta de los pies y hacían perder el equilibrio. Recién al cabo de varias corridas –y cuando uno de los cargadores con más experiencia nos enseñó a acompasar la corrida—pudimos sumarnos a la caravana de descargadores.  Pero luego de la cuarta o quinta bajada, el peso de las bolsas comenzó a hacerse sentir. Por suerte, pronto se completó la cantidad de unidades que se debía bajar del buque.
 
Los Pinares, el puerto de Eldorado, donde hicimos una escala para descargar.
En este puerto aprendimos a descargar bolsas y con ello pagamos en parte nuestro pasaje.

Muy fatigados y mojados en sudor, que pega a la piel el polvo calcáreo,  acompañamos a los hombres que entre risotadas se lanzan al agua para refrescarse, felices por haber terminado su trabajo y hacerse acreedores a  unos pesos. La medida del esfuerzo realizado la sentimos más tarde,  cuando nos dispusimos a dormir, con los músculos adoloridos y la cabeza todavía algo insolada.

 Los locos de la “hangada”
Antes del mediodía siguiente zarpamos rumbo a Puerto Iguazú, cumpliendo el último tramo de nuestro itinerario. Entre mate y mate observamos cómo corren por nuestros laterales las altas riberas selváticas, que encajonan al gran río durante su rápido escurrir. Enterados de nuestro proyecto de recorrer esas aguas en sentido inverso, los hombres nos expresan sus dudas. “¿Están locos? ¿Quieren navegar por acá en una hangada?” (así llaman a las balsas, porque la lengua guaraní convierte a la jota en ha-che) . El baqueano nos va señalando la carta de navegación, explicando sus detalles.
El Alto Paraná corre encerrado entre la jungla con un ancho promedio de medio kilómetro, pero su profundidad alcanza a los cincuenta metros y las barrancas selváticas tienen una altura de más de sesenta metros (la altura del Obelisco porteño, o un edificio de veintidós pisos, según nuestra métrica urbana). La velocidad promedio de la corriente (así lo indican las cartas) es de seis kilómetros por hora y todo esto justifica el caudal que se ensancha aguas abajo, cuando de costa a costa alcanza unos diez kilómetros “Si en esas aperturas que se dan debajo de Posadas los agarra una tormenta, traten de refugiarse en alguna orilla porque el oleaje se pone muy bravo y hasta hunde a barcos grandes”, explican los veteranos..

(Apuntes de mi cuaderno de viaje):
El baqueano nos señala algunos pasos difíciles que deberemos enfrentar,  donde hay correderas y restingas, así como grandes remolinos. Aquellas son puntos muy rápidos y poco profundos, donde se ocultan las otras piedras amenazadoras. “Los remansos son grandes espirales en donde si se meten no podrán salir, y si los atrapan los remolinos, cuando los chupen desde el centro, les van a deshacer la balsa y se los tragarán a ustedes y a los troncos”.
El vórtice de un remolino en Paso Parejhá.
Nos preocupan estas opiniones, porque provienen de gente conocedora, y no  de las ilusas ideas que me había inspirado la aventura de la Kon Tiki.
En fin, mañana llegaremos a nuestro destino y ahí veremos cómo construiremos nuestra balsa.

Un bosque sin madera
Casi exactamente al mediodía arribamos a Puerto Iguazú. Nos despedimos de la tripulación, luego de pagar nuestro pasaje “de cubierta”. Amable, el capitán apenas nos cobra 52 pesos, mucho menos de lo acordado (y bromea, .explicando que eso es por nuestro importante aporte a la descarga en Eldorado).
Foto satelital actual de Puerto Iguazú donde se aprecian 3 de sus 5 muelles (los otros están sumergidos) , según Google   
Apuro una entrevista con el director del Parque Nacional, un señor Reinoso, que nos desilusiona al explicarnos que no contaremos fácilmente con madera porque al tratarse de una reserva forestal no se pueden cortar troncos y los que se puedan hallar caídos en medio de la selva, o estarán podridos o resultará muy difícil sacarlos a la costa. ¡Estaremos en medio de una tupida selva y no podremos contar con maderos que floten! Una falla fundamental de mi candoroso plan .
Alicaídos, esperamos que el encargado de la Prefectura se levante de su siesta para presentarnos y mostrar nuestro valioso salvoconducto. El oficial se presta a alojarnos en la única sala libre del edificio de madera y chapa, que es la armería. Al menos tendremos en donde dormir. Como oficialmente somos periodistas y tomamos fotografías, los dos primeros días recibimos invitaciones para comer –del Intendente del Parque, del secretario de la Municipalidad, del patrón de otro buque y hasta de los oficiales de la Prefectura-- que aprovechamos inmediatamente.
Haciendo dedo llegamos hasta las cataratas, en donde nos lanzamos a caminar por unas semidestruidas pasarelas que se asoman al borde mismo de los espectaculares saltos de agua. Del total de ciento veinte saltos se levanta una niebla con arco iris, mientras el atronador escenario nos abruma. Nuestra magra ración de comida por cada día es apenas un gran pan y una latita de paté o picadillo de carne, y portando esta provisión nos atrevemos con total imprudencia a algo que sólo dos locos podrían hacer.

Balcón en las cataratas
      Del cuaderno de viaje:
Aprovechando que al mediodía casi no hay turistas ni guardianes, descendemos a la misma agua del río poco antes que se vuelque por el borde del precipicio. Bajamos  desde una  pasarela y comenzamos a vadear el cauce, que aunque corre muy  veloz no nos puede arrastrar porque apenas nos llega hasta las rodillas. Así, entre una corriente torrentosa que parece vidrio líquido, nos allegamos hacia una especie de balcón pétreo en el borde mismo del gran salto llamado Belgrano, creemos. Es un sitial magnífico. Más abajo vemos como las aguas caen en una vertiginosa vertical, y todo forma un mareador abismo de unos 80 metros –la altura de un edificio de 26 pisos, insisto con mi métrica urbana --en el que flotan mariposas y pájaros.
El pequeño balcón rocoso en el borde mismo de las cataratas, donde improvisamos un almuerzo con total imprudencia. Después, nos costó mucho al volver  no resbalar en el agua vertiginosa.
Rodeados por la vorágine de las aguas e instalados en un pequeño reducto de dos por tres metros,  comemos nuestro frugal almuerzo, impactados por la magnificencia del espectáculo. Pero la cosa se complica cuando pretendemos regresar a la pasarela. Porque la corriente parece marearnos, aunque avanzamos paso a paso y tomándonos de los brazos, para no patinar entre las piedras resbaladizas. Un mal paso y seremos arrastrados inexorablemente a un despeñadero mortal. Con gran esfuerzo y mucho temor, logramos regresar y trepar a la seguridad de las pasarelas de hormigón.  Nos tiramos sobre ellas, respirando nerviosamente, agotados y con los pechos palpitantes. No sabemos si fue una locura o una estupidez lo que hicimos, pero seguro fue una total imprudencia.
Vista aérea y parcial de los saltos. Un poco a la derecha del centro estaba nuestro “balcón”. Si hubiéramos visto esta imagen, seguramente no nos hubiésemos atrevido.

Al regresar al pueblo nos apartamos del sendero público para introducirnos en la espesa manigua y así comenzar a experimentar lo que es el monte cerrado. Debemos prepararnos, ya que lo máximo que conocimos han sido los bosques de Ezeiza o de Pereyra Iraola. No tenemos machete y como es muy difícil avanzar por lo enredado de la vegetación y, a la vez,  nos la pasamos tratando de descubrir entre el ramaje que cubre el piso si hay alguna víbora, Toto tropieza y su cabeza se enreda en una telaraña. Dando manotazos a mosquitos y jejenes, asustados conseguimos zafar de la espesura y salir nuevamente al camino.
Dejamos a un costado el abandonado hotel de turismo, con sus galerías y barandales de madera, y nos apostamos al costado del camino de tierra muy roja.  Visitamos la pintoresca casilla donde vivió “El vasco de la carretilla”, un personaje que por la década del cuarenta se hizo famoso por recorrer a pié miles de kilómetros de todo el país llevando sus enseres en una carretilla. Nosotros pensamos recorrer dos mil kilómetros a bordo de un entramado de troncos.¿Llegaremos a hacerlo? Si ese viejo pudo, cómo no podremos lograrlo nosotros, que somos jóvenes (y con buena suerte, por lo que parece hasta ahora).
Pronto encontramos una camioneta que nos permite subir sobre su carga de maderas y chatas piedras lajas. Cuando oscurece entramos en las onduladas calles de tierra de Puerto Iguazú (hasta hace poco llamado Eva Perón) y antiguamente denominado Puerto Aguirre. Este nombre evocaba con justicia a la señora que a fines del siglo pasado pagó de su bolsillo la construcción del camino a las cataratas, nos dicen.
También nos informan que estas tierras pertenecieron  a Gregorio Lezama, un salteño que fue dueño del parque homónimo en la Capital Federal. Al bajar del vehículo observamos  que Toto tiene el ojo izquierdo muy hinchado y decidimos ir hasta la guardia del hospital para que lo revisen.
Directora del hospital, Dra. M.  Schwarz
 Una araña nos dá de comer
La directora del hospital es una señora de origen alemán, muy eficiente y autoritaria, que diagnostica una peligrosa picadura, por lo que mi compañero deberá internarse durante tres o cuatro días para identificar el tipo de alimaña y la evolución de su tratamiento (seguramente una araña)  con algún suero antiponzoñoso. 
Este accidente complica nuestros planes pero de pronto encontramos una impensada solución, ya que como la comida del hospital es buena y abundante, mis visitas al internado se realizan casualmente a la hora de los almuerzos y cenas, además de recibir de su ración los panes y el dulce de meriendas y desayunos. Al cuarto día la hinchazón desaparece (nos dan “de alta” a ambos) y se acaba nuestra pensión
Por la noche un furioso temporal de relámpagos y truenos nos empapa mientras intentamos bajar hasta nuestro alojamiento cercano al puerto. Patinamos sobre el barro y caemos sobre los pequeños torrentes de la lluvia, sin lograr afirmarnos por los rústicos .senderos en pendiente.
Exhaustos y mojados, alcanzamos a refugiarnos en el cuartito que nos presta la Prefectura. No hablamos, pero al otro día coincidimos en que ambos pensamos en lo bravo que será si nos agarra un temporal así cuando estemos lejos de toda población, en el río o en la selva.   
Entretanto, yo había acentuado los contactos para construir nuestra balsa. El intendente del Parque nos brinda un gran apoyo cuando localiza varios troncos secos (no habíamos pensado que los árboles recién cortados y llenos de savia no flotarían mucho) y nos ofrece la importante colaboración de don Ismael Frutos, un viejo jangadero que es  obrero del aserradero y al parecer tiene mucha experiencia en el armado de “hangadas”. Trabajó así años atrás, cuando los troncos se llevaban flotando aguas abajo hasta los aserraderos. Pronto, otros trabajadores del Parque Nacional se interesan por nuestro proyecto y comienzan a darnos apoyo.
En la herrería nos fabrican unas gruesas clavijas de hierro y también nos suministran mucho alambre galvanizado con el que pensamos atar entre sí los troncos, pese a las titubeantes protestas del viejo. Es que Don Ismael insiste que las mejores ataduras se deben hacer con largas lianas llamadas Isipó, a las que se les extrae el núcleo duro para quedarse con su fuerte y flexible corteza. Afirma que los alambres son ataduras rígidas y que podrán reventar por las sacudidas. Nosotros, productos de la civilización,  preferimos confiar en los gruesos hilos de acero producidos por la metalurgia moderna (¡las lianas las usaba Tarzán!  nos burlamos).
Atando los troncos con alambre, no hacemos caso de los expertos..
Como en todo pueblo chico con pocos entretenimientos, pronto todos se enteran de “los locos de la Kon Tiki”, como ya nos han apodado. Claro, muchos miran pero pocos ayudan. Y tampoco nos invitan a comer, de modo que vemos agotar nuestros pocos pesos, que gastamos en arroz , mandioca y sal  para prepararnos unos precarios guisotes. Hemos tenido que aprender a la fuerza, porque no sabíamos preparar ni un huevo frito. Estamos al borde de la desesperación, porque la construcción de la balsa se demora por la lluvia, que forma sucias cascadas en los senderos barrosos del pueblo.
Me invade el desánimo. Sentado en la galería de un derruido galpón del. aserradero mientras veo chorrear el diluvio por los aleros, me dedico a escribir un balance de la situación;  “¡Escuchá, loco! Estás a dos mil kilómetros de tu casa, vos que nunca dormiste siquiera una noche fuera de tu humilde hogar. No tenés a quien pedirle  ayuda, ni pensar en tus viejos que tienen lo justo para cada mes.  Y  vos acá sumás 36 pesos para regresar y alimentar a dos personas, incluido tu compañero que todavía está afiebrado por la picadura de la araña. Por la lluvia tenés tu ropa embarrada, con un solo par de mocasines viejos que, para colmo, tienen la suela agujereada. Barbudo, no tenés cómo afeitarte ni tampoco  jabón o siquiera un peine, y  sin noticias del resto del equipaje (que probablemente esté perdido en Posadas). Agregá a todo esto que tu compañero es un inconsciente  (quizá también como vos), incapaz de aportarte soluciones. Estás soportando hambre y seguramente sentirás  más hambre y penurias. Y todo ¿PARA QUE? , así con mayúsculas. Me pondría a llorar, si esto sirviera de algo”..
      Mi amigo me mira y sonríe. Me dice: “Vamos a tener una linda aventura ¿no?”.
      --Sí – le contesto.
----------------------------------------------------------------------------------------------------------------------
 (Próxima nota: Un  pueblo—con un secreto vergonzante-- se burla de nuestra balsa

No hay comentarios: