Perseguidos por un Winco. Frank
Sinatra en Castelar. Anclados en Posadas. ¿Buscados por la policía?
Cantar “Por que es un buen compañero, por que es un buen compañero…¡y nadie
lo puede negar!” Anclaos en París (¿o en Posadas?). Haciendo dedo en el río.
Primera noche a bordo.
Al
abrirse la puerta de aluminio del hidroavión, una ola sofocante de calor nos
abrumó. El muelle es una bonita construcción, con techo de tejas y algunas
grúas que sobresalen sobre palmeras. A la izquierda una usina eléctrica
ensucia el panorama y la avenida de acceso es una calle polvorienta y llena
de baches, sin veredas ni sombra (de mi cuaderno de viaje).
Apenas
desembarcados en Posadas ya tuvimos la primera crisis con mi compañero Juan
Carlos, “Toto” . Con su mejor sonrisa –ojos parpadeantes de chico que teme un
castigo inminente—me informó: “Me vine sin nada de dinero”.
Habíamos
quedado en que así como yo me ocupé de la primera etapa (el viaje desde Buenos
Aires hasta Posadas en el gran hidro Sunderland) él se encargaría de los
pasajes de ómnibus para proseguir el viaje hasta Iguazú,.Pero ahora estábamos
inmovilizados, gracias a su irresponsabilidad.. Ese mediodía caluroso yo
contaba con una reducida reserva de dinero para pagarnos comida y uno o dos
días de un alojamiento económico, pero eso no serviría para desplazarnos más
allá de la capital provincial. No había alcanzado a enojarme por lo que consideré su
grave falta de palabra, cuando mi compañero agregó, con su linda cara de nene
travieso: “Lo peor es que me busca la policía”.
Con
esto explicaba por qué se había negado a concurrir a la Prefectura para indagar
sobre la llegada del paquete con elementos de camping, envío que yo
había despachado por el ferrocarril con ese destino En esta encomienda
(que llegó a Posadas recién ocho días después) venían borceguíes, una
cocinita de querosén (que nunca pudimos hacer funcionar), una vieja escopeta
que no podía disparar y una carabina calibre 22 con cuatro balitas, más algo
de ropa y mínimos accesorios personales.
Por
esta demora solamente teníamos con nosotros algunas pocas prendas para vestir
y una especie de dos fundas de lona liviana que utilizaríamos como bolsas
para dormir. Sólo con este pobre equipo contaríamos para llegar a Iguazú y
después navegar aguas abajo de regreso a la capital misionera..
.
¿Por
qué Toto suponía que lo buscaba la policía de todo el país?
Frank
Sinatra en Castelar
Seis meses
atrás mi amigo había comenzado a concretar uno de sus sueños, al asociarse
con cuatro o cinco camaradas de café para instalar una especie de club
nocturno en Castelar. Toto deliraba con imitar a Frank
Sinatra en su éxito con mujeres de la noche, conquistándolas para luego
menospreciarlas mientras se paseaba entre las mesas de su club, fumando con
displicencia y portando sobre su hombro un pequeño monito o papagayo como
mascota.
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El simpático Frank, ídolo de Toto |
Por cierto, el “nightclub” era
apenas un galpón pintado interiormente de negro, para disimular su
deteriorado revestimiento y el equipo de música se limitaba a un pasadiscos
Wincofon con dos parlantes. Según mi amigo, él había acordado realizar la
pintura e instalación eléctrica como parte de su asociación, pero al no
lograrse éxito tras la habilitación del boliche – y al querer recuperar su
dinero para participar en mi expedición—resolvió llevarse el tocadiscos como
pago. Entonces hubo discusiones porque sus socios no estaban de acuerdo con
este arreglo, y una mañana, en un descuido Toto se llevó el Winco para
intentar venderlo, lo que no consiguió. Pero sí alcanzó a enterarse que uno
de sus ex socios supuestamente lo había denunciado a la policía.
De
allí su paranoia –que llegó a contagiarme también a mí – por lo que apenas
veía un uniforme trataba de ocultarse para evitar la eventual y absurda
posibilidad de su arresto. Después supimos que NO existían fotografías suyas
con pedido de captura en todas las comisarías del país. El valor de un Winco
no lo justificaba.
Anclados
en Posadas
Dominando
mis aprensiones me presenté en la oficina de la Prefectura cercana al puerto,
donde mostré una carta del rector de la escuela de periodismo que explicaba
los motivos de mi viaje y a la que acompañaba un sellado del Prefecto General
con sede en Buenos Aires. Expliqué que próximamente llegaría allí la
encomienda despachada en la Capital Federal con elementos necesarios para
nuestra expedición y recabé informaciones sobre las posibilidades que
teníamos de proseguir viaje aguas arriba.
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Plano de Posadas (del ACA). Paramos en el puerto (sobre la costa, en el centro). Entonces no estaba el puente hacia Encarnación. |
En
la sofocante hora de la siesta todo estaba paralizado en la zona portuaria,
con sus callejones de ripio colorado y casuchas armadas con tablones pintados
en vivos colores. Al costado de la Prefectura estaba la famosa Bajada Vieja,
por donde años atrás bajaban los peones “mensú” (por el contrato mensual) que
se embarcaban para ser prácticamente esclavizados en remotos obrajes. Sin
nada que hacer, lo seguí a Toto en una andanza por la ancha playa de pasto
frente a la cual había muchos botes amarrados a boyas o atados entre sí.
Entonces se le ocurrió abordar una gran canoa sin dueño a la vista que tenía
hasta dos remos cruzados entre sus bordas. Con total irresponsabilidad, la
tomamos “prestada” y nos lanzamos a recorrer la ribera, bajo el sol ardiente.
De
pronto, advertimos que una gran embarcación se nos venía encima y a duras
penas logramos desviarnos. En realidad, este barco estaba anclado y éramos
nosotros en el bote los que comenzamos a ser arrastrados por la fuerte
correntada, a la que no habíamos apreciado. Para empeorar la cosa, a mi amigo
se le ocurrió dar una zambullida para refrescarse. Y como yo me había
sujetado a la cadena del ancla del buque, pese a mis advertencias, Toto
resultaba llevado por el agua sin que pudiera superar con sus brazadas a la
violenta corriente. Finalmente, me solté para alcanzarlo dando remadas a todo
lo que podía.
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Toto en peligro de ahogarse, mientras yo trato de sujetarme a la cadena de un ancla |
.
Este
incidente me hizo ver otro aspecto de la personalidad de mi compañero, que se
metía en problemas sin medir sus consecuencias. También, en apariencia me
dejaba a cargo de esos problemas para después pasarme la factura de sus
críticas.
Esa
noche maldormimos en una humilde pensión situada en la Bajada Vieja cuyo piso
y paredes de tablones parecían retener el calor diurno. Ese lugar era el
histórico sitio por donde décadas atrás descendían a la playa de pasto los
“mensú” o jornaleros que contrataban con rigurosos términos los obrajes
situados en la selva remota.
Al
otro día y con algo de preocupación, comencé a gestionar alguna manera de
viajar aguas arriba, con una empresa de camiones o algún viajante de
comercio que tuviera auto, pero las
personas que contactamos no llegaban hasta Iguazú y se quedaban en alguno de
los pueblos intermedios...
Por
mediación de uno de los suboficiales nos enteramos de un barco que zarparía
al otro día a primera hora. Hablamos con el patrón –título que equivale a
capitán en las flotas fluviales-- y nos dijo que podríamos ir en su
nave, la barcaza 874, como “pasajeros de cubierta” y pagándonos la
comida, a razón de 10,50 pesos por cabeza cada día, calculando que en tres
jornadas arribaríamos a Puerto Iguazú. Eso de “pasajeros” era un eufemismo,
ya que deberíamos dormir sobre el piso y en cualquier rincón, pero para
nosotros era una gran solución ya que con 63 pesos nos trasladaríamos por un
costo mucho más barato que el ómnibus (nos hubiera costado 180 pesos el mismo
recorrido y en dos días, a lo que debiéramos sumar las comidas) y nuestros
recursos totales eran 110 pesos.
A
sopa y soda
Ese
día nos aguantamos tomando un plato de sopa cada uno y una soda entre los
dos, líquidos que ayudaron a tragar una canasta de muy pequeños panes.
Intentamos pescar, pero no éramos muy duchos en esto, lo que tampoco era un
buen augurio para lo sucesivo. Lo bueno fue que nos acostumbramos a tomar
mate tereré, es decir amargo y con agua natural, sin calentar.
Ya
anochecido, abordamos el barco silencioso y a oscuras, acomodándonos sobre la
cubierta para asegurarnos una ubicación a la hora de zarpar. Al subir por una
angosta planchada, el viejo marinero que estaba sentado en la borda, fumando
despacioso, cuando vió que nos acomodábamos sobre la cubierta, en un rincón
de la carga de cajones y bolsas, nos advirtió: “A eso de las tres de la
madrugada va a llover”.
Una
luna desmesurada parecía desmentirlo. Emocionados por esta primera noche de
nuestra aventura nos quedamos mirando el cielo que era un espectáculo
estelar.
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Dormimos en cubierta, bajo una luna enorme, que apareció después de la tormenta |
(Del
cuaderno de anotaciones).
Nos
duelen los estómagos, vacíos de alimentos y para nada engañados
por los mates. El mástil blanco de la nave se balancea suavemente entre las
estrellas y nos vamos adormeciendo, bañados por la harina de la luna que acá
en el trópico intenta rebatir la densa negrura como un sol pálido.
Alguien nos previno que no nos durmiéramos sin cubrirnos de la lumbre lunar,
porque podríamos “alunarnos”, efecto que equivale a una insolación diurna.
Un
estallido tremendo nos despertó al caer un rayo por algún lugar cercano. En
el horizonte, sobre la lejana margen paraguaya, un festival de luces
recortaba árboles y palmeras, en un estremecer que anticipa la tormenta. Miro
el reloj: son las tres de la madrugada. Un ventarrón parece convocado por los
relámpagos y su ulular entre las jarcias se confunde con la sucesión de
truenos. De pronto, un chaparrón cae violentamente y nos hace correr a
buscar refugio en la toldilla que prolonga la timonera hacia la popa. Pero a
los pocos minutos, tan repentinamente como sobrevino, la tormenta dejó paso a
una calma silenciosa que abre nuevamente el telón de nubes para dejarnos ver
la plenitud de estrellas
Oscar
Fernandez Real
(próxima
nota: Polizones en una barcaza)
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